Se conocieron en una escena de comedia de Hollywood y murieron juntos como en una ópera de Wagner. Él le llevaba más de veinte años. Lo acosaba la oscura historia de otra amante que se suicidó a los 23, pero de la que se sospecha que él pudo ser el asesino. Eva también intentó suicidarse por celos.
Por Alfredo Serra
Ciudad de México, 30 de abril (SinEmbargo/Infobae).- “Mis ojos cayeron primero sobre Eva. Estaba sentada, con las piernas estiradas y la cabeza inclinada hacia Hitler. Sus zapatos estaban debajo del sofá. Junto a ella, Hitler, muerto. Sus ojos estaban abiertos. Su cabeza se había inclinado levemente hacia delante”.
(Testimonio de Rochus Misch, guardaespaldas del füher, en su libro “El último testigo de Hitler”).
(Testimonio de Rochus Misch, guardaespaldas del füher, en su libro “El último testigo de Hitler”).
La última escena: 30 de abril de 1945, mientras el Ejército Rojo estaba apenas a trescientos metros del impenetrable bunker, y los soldados rusos esperaban cobrarse con sangre su millón de muertos en la batalla de Stalingrado.
Pero la primera escena de esa historia estuvo muy lejos de la última, digna de una ópera de Wagner. Como un clishé de una comedia romántica de Hollywood: una chica subida a una escalera y un hombre mirando con codicia sus piernas. Fue una tarde de 1929, en Múnich. La chica, en la escalera, archivaba unos papeles, cuando entró un hombre e hizo lo mismo que el galán del film: quedó estático mirando las blancas y bien formadas piernas.
Él es Adolf Hitler, 40 años, austríaco, pintor fracasado. Sus infantiles acuarelas no pasaron el examen de la academia de arte. Pero imagina un futuro colosal. Ya lidera el Partido nacionalsocialista (o Partido nazi), aspira a ser Canciller de Alemania –lo logrará en 1933–, y se siente amo absoluto de un mundo que hará volar en pedazos para instalar la dictadura de la raza aria. Nada menos.
Ella es Eva Anna Paula Braun, nacida en Baviera, hija de una familia católica de clase media. Padres: Friedrich y Margarete Franciska. Un matrimonio casi perfecto, de novela rosa: el género literario preferido de Eva –también las novelas del Lejano Oeste–, que además intenta tener el cuerpo de una walkiria, una de las doce diosas de la guerra que servían a Odín, amo del Universo, según la mitología nórdica. Esforzada nadadora, también esquía, patina, hace gimnasia, alpinismo, ciclismo. Pero su intelecto no crece: hoy sería juzgada como una rubia tonta. Completa su educación en un colegio de monjas. En Baviera, ninguna joven es bien mirada, una dama, si no ha pasado por esos claustros. A los 17 busca trabajo. Empieza como mecanógrafa, y poco después entra al taller y estudio fotográfico de un tal Heinrich Hoffmann, donde aprende a usar cámaras de fotos y filmadoras. Algo que al final del camino será clave para una reconstrucción de su vida íntima con Hitler.
Poco después de la escena de la escalera, Eva le escribe a una prima: “Y de pronto apareció un señor de cierta edad –tenía 40–, con un gracioso bigotito y un gran sombrero de fieltro, que se presentó como `el señor Wolf´”. En alemán, “lobo”.
Lobo que se obstina en conquistar, como al mundo, a Eva.
Lobo que viene de una relación muy oscura con su media sobrina Angela María (Geli) Raubal, hija del ama de llaves de Hitler.
Empieza a vivir con ella en 1925. La obliga a dejar sus estudios de Medicina. Descubre que tiene una relación con su chofer, Emil Maurice, y los celos lo transfiguran. La convierte en una prisionera. Ella, en cartas, denuncia que Hitler es “un perverso sexual que me obliga a hacer cosas repugnantes”. En 1931, a sus 23 años, la encuentran muerta: balazo en el pulmón disparado por la pistola Whalter de su tío. La policía dictamina “suicidio”. Pero su familia jamás creyó en esa versión. ¿La hizo matar Hitler, o fue él quien apretó el gatillo? ¿Lo hicieron sicarios de nazis que la odiaban porque alejaba al führer de la política?
El enigma jamás se aclaró.
La obsesión del “tío Wolf” por Eva es de ida y vuelta. Hitler le lleva más de treinta años, pero ella decide ser su amante casi de inmediato. Al principio, sus encuentros son furtivos: los jerarcas del partido la detestan porque aparta al jefe de su trono político. Y, para colmo, saben que a ella le repugna la política. Nada sabe del tema, no tolera charlas ni discusiones de ese tenor en su presencia, y esa actitud se mantendrá hasta el final de los dieciséis años que pasaron juntos… hasta cierto punto. Antes y después de 1939, año en que tropas nazis invaden Polonia y siguen su monstruoso avance sobre toda Europa, Eva vive casi en soledad, leyendo novelas baratas y fascinada con el cine romántico.
Modelo tomado de su familia, es la perfecta ama de casa –con Hitler y sin él– en el departamento de Berlín y en el Berghof (Nido del Águila), la magnífica casa en las montañas de Berchtesgaden que su amante hace construir para vivir sus últimos años, cuando la cruz esvástica flameara en todo el vasto mundo…
Eva, su amante y su esclava, recién describió su fanático amor por Hitler después del fallido atentado contra él en la Guarida del Lobo, un lugar secreto en el bosque urdido para las reuniones con su Estado Mayor.
El coronel y conde Claus von Stauffenberg planeó matarlo –decisión compartida por altísimos oficiales ante la inminente derrota– el 20 de julio de 1944 (Operación Valquiria) con una bomba oculta en un portafolio, pero Hitler, segundos antes, se alejó hasta un extremo del salón, y quedó ileso.
Al enterarse, y en su diario, confesó: “Desde nuestro primer encuentro juré seguirte a donde fueras, aún hasta la muerte. Sólo vivo para ti, mi amor”. Pasión que, al principio de la relación y ante el desfile de mujeres que acosaban a su amante, la arrastró a un intento de suicidio. Pero el siniestro galán del bigotito la consoló comprándole un lujoso departamento amueblado a toda vela.
En el corazón de Berlín, Hitler hizo construir un bunker de cemento armado y acero. Refugio inexpugnable, servía de iglesia, salón de banquetes y hotel para Eva y Adolf. Pero los días del Tercer Reich, aquella locura de poder y muerte, empezaban su cuenta regresiva.
Desde el 14 de abril, el avance del Ejército Rojo sobre Berlín fue a tambor batiente: los cohetes Katyusha llovían sobre Berlín, la ciudad que el führer soñó como la futura capital del mundo. Salvo sus íntimos, como Joseph Goebbels, refugiados en el bunker hasta el final, la mayoría de generales y coroneles huyó en estampida.
Mientras, Eva escribía cartas… “Se oye el tronar de los cañones, no hay teléfono, no es posible huir en coche, hay bombardeos continuos. Pero estoy feliz por estar junto a él, y cada día que pasamos juntos es una victoria”.
El 26 de abril, desde las hilachas del Alto Mando, el führer recibe la noticia fatal: no llegarán los refuerzos que esperaba. El Tercer Reich ha caído.
Le ofrece a Eva una escapatoria: el sur de Alemania o la embajada de Italia. Pero ella se niega. Si hay que morir, morirán juntos.
Le ofrece a Eva una escapatoria: el sur de Alemania o la embajada de Italia. Pero ella se niega. Si hay que morir, morirán juntos.
Hitler redacta su testamento, y dicta un párrafo inesperado: “Puesto que creí durante los años de lucha que no podía asumir la responsabilidad de formar un matrimonio, he decidido ahora, al fin de mi tránsito por el mundo terrestre, convertir en mi esposa a la mujer que, después de años de fiel amistad, llegó por su propia voluntad a la casi cercada ciudad para compartir su destino con el mío. Por deseo mío, se dirige a la muerte siendo mi esposa”.
En el ocaso del 28 de abril, un servidor de Hitler le anuncia que fue imposible encontrar un funcionario del Registro Civil para concretar la ceremonia. “Encontramos uno, pero no tenía formularios”, dice. En el derrumbe, no llega ni siquiera un mísero papel.
Sin embargo, antes de la medianoche los casa un jefe menor del Ministerio de Propaganda al que mandaron buscar en un auto blindado.
Los novios salen de su cuarto tomados de la mano. Hitler está pálido. Su mirada, perdida. Viste un traje arrugado: el mismo con el que durmió algunas horas durante el día. Lleva la Cruz de Oro del Partido nazi, la Cruz de Hierro de primera clase, y la insignia de los heridos en la Primera Guerra Mundial. Eva, demacrada, viste un traje azul marino y un sombrero gris. Se sientan. La sala –paradoja– es uno de los lugares de reunión donde se decidía el destino del planeta. Martin Borman, lugarteniente y perro fiel de su führer, preparó la sala para el acto corriendo algunos muebles. Alguien presta dos alianzas. Les quedan grandes. Pero es el único símbolo que tienen.
La ceremonia no pasa de los diez minutos.
El 29, las tropas rusas están a cien metros del bunker. La resistencia nazi es mínima. Disparan hasta unos niños con sus escopetas para matar pájaros.
Adolf y Eva no vuelven a salir de su cuarto. El 30, a las tres de la tarde, se oyen dos disparos. La pareja está muerta. Primero han tomado una pastilla de cianuro –método de Hitler para que se suicidaran los militares que creía traidores– y después se han pegado un tiro en la cabeza.
Seis soldados cumplen la última voluntad del jefe. Llevan los cuerpos a los jardines de la Cancillería (el palacio donde Hitler alcanzó la cumbre política en enero de 1933), los tiran a una fosa, los empapan con cien litros de gasolina, y una enorme hoguera los vuelve cenizas.
Sobre las ruinas de la calle resuenan las botas de los soldados rusos. Cae el telón sobre cincuenta millones de muertos.
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