Washington. Por Eric Zuesse/Global Research | 9 septiembre de 2017
¿Recuerda la Guerra de Vietnam, que produjo entre 1.450.000 y 3.595.000 muertes? ¿Sirvió para algo la invasión estadounidense? ¿Si EE.UU. hubiera ganado en lugar de perder, habríamos dado por buena la invasión? ¿Acaso alguna invasión extranjera puede ser buena?
La Segunda Guerra Mundial fue diferente, no solo porque fue global ni tampoco porque nosotros (Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética) ganáramos.
El principio básico que determina si una invasión tiene la posibilidad de ser buena es si resulta verdaderamente necesaria para que el país invasor continúe existiendo, es decir, para que su constitución siga vigente. Solo una defensa nacional tan legítima puede justificar una invasión.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la supervivencia de la Unión Soviética, la de Gran Bretaña y la de Estados Unidos (así como la de muchos otros países) estaba verdaderamente amenazada por el régimen de Adolf Hitler, que contaba con la ayuda del régimen de Benito Mussolini y por el del emperador Hirohito.
Dentro de ese contexto, los únicos “no intervencionistas” por la parte de los aliados eran los hitlerianos y los locos. Hitler había dejado claro, en su libro Mein Kampf, de 1925, y en su Segundo Libro, de 1928, en sus discursos y en su política armamentística, que estaba decidido a exterminar a los judíos y a todas las personas discapacitadas, a esclavizar a los eslavos (incluyendo a polacos, rusos, checos, eslovacos, etcétera) y que despreciaba la democracia y jamás la toleraría en ningún lugar. Esto era bien sabido por las clases económicas más elevadas y por todos los políticos nacionales de sus potenciales países víctimas –o, al menos, por todas aquellas personas de esas élites con dos dedos de frente. Aun así, algunos trataron de negociar con él, a pesar de que su programa de rearme dejó claro para todo el que tuviera suficiente cabeza que Hitler tenía intenciones de hacer lo que decía en sus libros y en sus discursos. El artículo de la Wikipedia (en inglés) que se encarga de este tema afirma que:
“Desde la Segunda guerra Mundial, tanto académicos como profanos han debatido hasta qué punto el rearme alemán era un secreto a voces para los gobiernos de las demás naciones. Probablemente, algunos líderes occidentales estaban dispuestos a consentir que una Alemania absolutamente anticomunista se rerarmara para actuar como potencial baluarte frente al ascenso de la URSS”.
Pero que “algunos dirigentes occidentales” estuvieran dispuestos a pasar por alto el rearme alemán quiere decir que confiaban en que las declaraciones descaradas de Hitler a favor de la conquista de otros países para imponer en ellos su dictadura solo iban dirigidas a los países comunistas y que su racismo flagrante y orgulloso no suponía amenaza alguna más allá de los límites de esa restringida esfera ideológica, las naciones comunistas. En otras palabras: a partir de 1933 había que ser un ignorante, idiota o mentiroso para no ser intervencionista. Esas personas estaban negando estrepitosamente la cruda realidad. Hitler era una amenaza real para la existencia de todas las demás naciones.
Por todo esto, es evidente que la situación que se produjo durante la Segunda Guerra Mundial constituye una rara excepción, en la cual la invasión de un país extranjero (en este caso las naciones fascistas del Eje) es moralmente justificable.
Por el contrario, la invasión estadounidense de Vietnam estaba completamente injustificada. Pero este hecho no puede publicarse en Estados Unidos, porque (se supone que) las 47.434 “muertes en combate” (oficiales), las 10.786 “otras muertes” oficiales (en el lugar de los hechos) y las 32.000 “muertes en servicio” oficiales, además de las 153.303 “heridas no mortales” y todas esas familias estadounidenses de luto se oponen sinceramente a considerar la realidad de este asunto básico de la historia de EE.UU. Esos soldados estadounidenses murieron, fueron heridos y mataron vietnamitas, etcétera, exclusivamente para prestar un servicio a la élite de EE.UU.
Esto no significa necesariamente que John F. Kennedy y Lindon B. Johnson no sufrieran una enorme presión de la aristocracia estadounidense para invadir, ni que Richard Nixon no fuera un psicópata por prometer un plan “secreto” para acabar con la guerra mediante una victoria que incluso Kissinger y él mismo sabían que era imposible. Pero sirve para cuestionarnos si el actual presidente de los Estados Unidos representa realmente al pueblo de su país o, por el contrario, representa a su aristocracia.
Muchas otras invasiones estadounidenses también son crímenes de guerra y tampoco pueden ser llevadas a juicio, porque el imperio americano está por encima del alcance de la ley y prácticamente todo el mundo es consciente de ello.
Donald Trump ha heredado algunas de estas invasiones u ocupaciones, en Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen, así como golpes de Estado como el de Ucrania (que los medios de comunicación de Estados Unidos todavía denominan “revolución de color” en lugar de “golpe”).
Pero el actual presidente está continuando todas ellas, incluyendo los golpes y las juntas producto de ellos, no solo las invasiones u ocupaciones descaradas.
El gobierno de Estados Unidos no pide perdón por sus crímenes y nadie puede perseguirlos. Así que, dada la situación, el mundo debe aceptar que le cuenten mentiras sobre esos crímenes. Mientras estas mentiras no dejen de repetirse, no habrá posibilidad de cambio: estas tragedias y otras similares continuarán sin remedio.
La victoria auténtica es imposible sin la verdad auténtica. Pero, ¿a quién le importa? Siempre se encuentran excusas para repetir los engaños a uno mismo y a los demás. La “historia” se convierte en lo que es: una grave omisión tras otra, una grave falsedad tras otra, todas ellas mezcladas con suficientes verdades como para sustentar el mito que la aristocracia quiere que el pueblo crea.
Fuera de Estados Unidos es ampliamente conocida la verdad sobre esta materia particular. A la pregunta planteada por la única encuesta internacional realizada al respecto, “Qué país constituye la mayor amenaza para la paz”, una abrumadora mayoría de personas de todo el mundo (excepto de Estados Unidos) respondió que Estados Unidos. Dicho estudio entrevistó a un total de 67.806 personas procedentes de 65 países. El sondeo corrió a cargo de la empresa WIN/Gallup, que realizó un muestreo científicamente aleatorio en cada uno de los 65 países. Toda esa gente lo sabe, pero los estadounidenses no.
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
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