Por John Carlin
Me alegro de haber decidido tomarme unas vacaciones de Twitter a principios de mes. Me salvé de caer en la tentación de ventilar mis reacciones a tres noticias que seguí con interés: la del concejal madrileño de Podemos y su chiste sobre los judíos; la del Nobel inglés de la ciencia verborreando sobre las debilidades biológicas de las mujeres; la de la activista estadounidense blanca que se decía negra.
Me hubiera resultado irresistible tuitear, al instante de leer los primeros informes, algo así como que el concejal era un cretino, que el científico era un viejo tonto, que la activista era una loca perdida. Me hubiera sumado a la turba virtual linchadora contra tres personas de cuyas existencias no tenía ningún conocimiento previo. Y si no hubiese hecho un esfuerzo después para informarme sobre cómo eran esas tres personas, los contextos en los que dijeron lo que dijeron o los entornos en los que vivían, hubiera acudido a la Red una vez más a expresar mi júbilo cuando los tres se vieron obligados a dimitir de sus cargos.
Pero por suerte me quedé callado, no me uní a la flashmob tuitera, y me alegro de ello porque tras un breve periodo de reflexión veo que mi primera reacción fue apresurada y mezquina; que existen al menos dos maneras de interpretar lo que hicieron cada uno de estos tres personajes o de evaluar los castigos que se merecen.
Debo reconocer que me costaría más montar una defensa del concejal Guillermo Zapata, lo que obedece no tanto a los hechos objetivos, quizá, sino a la particular revulsión que siento cuando me topo con casos de antisemitismo. Para bien o para mal, los juicios parten de los prejuicios; las opiniones que cada uno de nosotros emitimos son la expresión de las circunstancias de nuestras vidas. Debido a las casualidades que han forjado mi particular conciencia moral, me ofendió más el chiste sobre los judios incinerados en un cenicero que la broma del científico inglés Tim Hunt sobre las mujeres que lloran en los laboratorios cuando les critican o el descubrimiento de que Rachel Dolezal, líder local de una organización opuesta al racismo, se había pasado años manteniendo que era de raza negra cuando la verdad es que, genéticamente, es tan blanca como la reina Isabel de Inglaterra.
Pero aún así podría haber llegado a convencerme de que existían argumentos para que Zapata no dimitiera, como finalmente hizo, del cargo de responsable de Cultura en el Ayuntamiento de Madrid. Su chiste fue de un mal gusto atroz y demostró una lamentable falta de juicio para alguien que pretende representar a la ciudadanía en el Gobierno de una gran ciudad europea. Pero conocimientos de cine y literatura parece que sí tiene, no robó a nadie, que se sepa, ni se dio a la fuga después de arrollar la moto de un policía. Metió la pata, pero todos la metemos.
En el caso de Hunt, y su propuesta de que los laboratorios deberían ser unisex, existen argumentos coherentes para pedir su dimisión, pero resulta que tanto su actual pareja como su exmujer han declarado que conocen a pocos hombre menos machistas que él y que no se sabe de ningún caso en el que haya discriminado contra una mujer en el trabajo. Lo que no tengo tan claro es que si la decisión casi inmediata de las autoridades de University College London de rendirse a la caza de brujas tuitera y obligarle a dimitir resulte positiva para los estudiantes de ambos sexos que ya no podrán gozar de sus inmensos conocimientos.
Rachel Dolazel no podía seguir al frente de una organización creada para defender los derechos de los negros, es verdad, pero también es cierto que las burlas y el veneno que se han lanzado hacia su persona en las redes sociales revelan una faceta bastante miserable de la humanidad. Como me decía esta semana un amigo nigeriano que vive en Nueva York, lo que hizo esta mujer al fin de cuentas fue pecar de un exceso de empatía.
¿Cuál es la conclusión? Partiendo de la premisa de que soy igual de culpable que cualquiera, propongo la siguiente: que las redes sociales pueden convertirse en armas de destrucción masiva para las reputaciones de las personas y antes de apretar el gatillo uno debería de respirar hondo, apelar más a la generosidad que a la vanidad farisaica que uno lleva dentro y reconocer que uno no posee ni la información ni la autoridad moral para enjuiciar a una persona de la que no sabe nada, y menos en 140 caracteres.
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