Quisqueya es una tierra bendecida por el Creador. Nos proveyó de hermosas playas, fértiles valles, escarpadas montañas, extensas llanuras, caudalosos ríos y un clima envidiable. Los habitantes de esta hermosa tierra somos el resultado de la mezcla de razas de todos los orígenes y matices, que a través de generaciones hemos creado una singular: los dominicanos. No somos blancos, tampoco negros o amarillos. Nos caracterizamos por ser alegres, festivos, bondadosos y cuando la Patria nos ha llamado, también combativos.
A través de los años hemos dotado al territorio nacional de una magnífica infraestructura física que ha servido para integrar plenamente nuestro territorio y que ha sido posible por la contribución fiscal de todos los dominicanos y consecuentemente a todos nos pertenece.
En el orden económico, con muchos esfuerzos hemos sabido tener tasas de crecimiento satisfactorias en las últimas décadas, aunque lamentablemente desde hace muchos años gravitan sobre la economía nacional elevados déficits fiscales, consecuencia de una burocracia clientelar que se ha constituido en una pesada carga para el Erario. Estos constantes déficits han producido, a su vez, una creciente deuda pública que ya constituye una legítima preocupación y que habrá que enfrentar, más temprano que tarde.
Pero donde hemos fallado rotundamente es en lo social. En las últimas décadas hemos estructurado una población mayormente indisciplinada, irrespetuosa de la ley y con una tendencia al dinero fácil, mediante la corrupción, el robo, el narcotráfico y otros medios ilícitos, que nos ha convertido en una de las sociedades más inseguras del Continente. También muchos otros indicadores sociales nos señalan el rumbo equivocado que estamos siguiendo. A este deterioro social ha contribuido la existencia de una clase política generalmente clientelar, que ha permitido altos índices de corrupción e impunidad.
Ante esta situación social, una reciente encuesta arrojó un espeluznante resultado al señalar que más de 60% de los jóvenes entre los 18 y 25 años, especialmente entre los más educados, tiene intenciones de irse a vivir al extranjero en los próximos años. Este es un indicador muy triste y que a todos nos debe llamar a una profunda reflexión, pues se trata de la reserva de la Patria, donde deberá descansar el futuro de nuestra Nación. Esta juventud nos está diciendo que ha perdido la ilusión y el interés de luchar por el desarrollo de nuestra economía y de la sociedad dominicana, aun cuando esto significa dejarlo todo atrás, incluso los grandes esfuerzos que tuvieron que hacer nuestros antepasados para formar esta Nación. En resumen, se está perdiendo la esperanza en el futuro de la Patria.
Sin embargo, sería muy simple e irresponsable atribuirle este sentimiento generalizado de nuestra juventud exclusivamente al clima de inseguridad y desorden imperante. El problema dominicano es mucho más profundo, pues tiene características que lo podrían hacer irreversible.
Hay que buscarlo también en nuestra proximidad con Haití, en la creciente invasión pacífica de sus empobrecidos habitantes, así como en la injusta política a que nos quieren obligar las grandes potencias extranjeras, las cuales aplican en sus países todo lo contrario a lo que nos están tratando de imponer. A esto se suma, la incomprensible pasividad con que han respondido las autoridades nacionales, ante este gravísimo problema.
Ya nadie sabe con exactitud cuántos cientos de miles de ciudadanos haitianos han cruzado ilegalmente la frontera para radicarse en territorio dominicano en las últimas décadas.
Pero basta una simple mirada a nuestros alrededores, no importa en qué lugar de nuestro territorio nos encontremos, para darnos cuenta de cuan profunda ha sido la penetración de estos indocumentados.
Así vemos como numerosos poblados han sido abandonados por los dominicanos y ya la gran mayoría de sus habitantes son haitianos, con todas las funestas consecuencias que esto tendrá para el futuro de nuestra Nación, pues cuando decidamos reaccionar, quizás será muy tarde e irreversible.
Esta invasión pacífica está afectando sensiblemente las oportunidades de trabajo para los dominicanos, agudizando así el desempleo que nos agobia.
También está deprimiendo los salarios de los estratos más bajos y consecuentemente agravando la injusta distribución de ingresos que nos caracteriza.
Asimismo, se ha constituido en una pesada carga para el gasto público en salud, educación y otros servicios sociales, pues una gran parte de este gasto se utiliza para atender necesidades de extranjeros ilegales. Pero lo que más desasosiego produce es ver la alarmante rapidez con que se está transformando la sociedad dominicana, la cual, si esta situación continúa, en muy pocas décadas perderá su propia esencia dominicanista, con todas las repercusiones negativas que esto implicará.
Por todas estas razones, es imperativo que al iniciarse este nuevo año 2018, las autoridades nacionales apliquen con marcado interés las medidas correctivas que esta grave situación amerita, las cuales a nuestro entender, deberían enfocarse simultáneamente en cuatro frentes.
En primer lugar, las autoridades deben hacer respetar el territorio nacional mediante el uso de todos los instrumentos legales a su disposición, como todas las naciones civilizadas lo están haciendo en estos momentos.
Segundo, el Gobierno debe lanzar una ofensiva diplomática para explicar en foros internacionales las funestas consecuencias geopolíticas que tendría una desestabilización incontrolable de nuestra isla, como podría suceder. Tercero, se debe iniciar un diálogo serio y urgente con las autoridades del vecino país, que tenga como objetivo principal la búsqueda de políticas armoniosas, de mutuo respeto, que permitan que ambas naciones se puedan desarrollar y buscar, por separado, su propio destino. Finalmente, ofrecer a nuestros vecinos toda nuestra cooperación para ayudarles a que puedan alcanzar este objetivo.
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