Por Jose Rafael Lantigua
RAFAEL BELLO ANDINO DISPUSO secretamente y a todo vapor con gente de su entera confianza la construcción de dos escaleras de dimensiones bien específicas. La primera fue instalada sobre el patio de la casa número 25 de la avenida Máximo Gómez. La segunda se colocó sobre el cuidado césped de la edificación que alberga la Nunciatura Apostólica en la avenida César Nicolás Penson. Por allí subió y bajó el doctor Joaquín Balaguer el 16 de enero de 1962 cuando depuesto ya como presidente del Consejo de Estado se vio obligado a buscar asilo político en la legación de la Santa Sede en Santo Domingo.
Aquellas simples escaleras, vistas a la distancia, las cuales permanecieron en sus respectivos espacios hasta la noche del 8 de marzo de aquel año –o sea, durante cincuenta y dos días exactamente- constituyeron, en su sencilla construcción y en su encubierto espacio, los símbolos de los eslabones perdidos de una era que, tal vez, justo entonces real y efectivamente llegaba a su fin.
Durante las ocho semanas que el doctor Balaguer permaneció en la Nunciatura, diariamente su leal y eficiente asistente –el cual había llegado al Palacio Nacional primero que su jefe, pues había servido siendo aún muy joven como taquígrafo del dictador- subía y bajaba por aquellas escaleras para despachar con el ex presidente, quien lo instruía sobre las diligencias que debía realizar para contactar a determinadas personas con las miras puestas, en medio de aquellos días aciagos, en su futuro político. Los primeros peldaños de lo que sería primero Acción Social y más tarde el Partido Reformista, fueron levantados en la Nunciatura Apostólica mientras los cívicos y antiguos miembros del gobierno de Rafael L. Trujillo intentaban manejar con un gobierno colegiado las bridas del caballo desbocado que era el país dominicano en esa difícil etapa de su historia.
Históricamente, la Era de Trujillo terminó la noche del 30 de mayo de 1961. En la práctica, concluyó la madrugada del 18 de noviembre cuando Ramfis Trujillo, luego de consumar el crimen de la Hacienda María, abandonó el país junto a sus familiares y colaboradores más cercanos. Y desde la razón política, cuando el doctor Balaguer escaló hacia donde su vecino diplomático por la verja de su residencia que había adquirido por 75 mil pesos con un préstamo del Banco Agrícola en 1957 que saldaría en su totalidad nueve años después. El interregno entre la muerte del dictador y el asilo del doctor Balaguer sirvió, precariamente, para establecer los prolegómenos de la democracia en República Dominicana. Balaguer sentó algunas bases primarias de ese proceso con la eliminación de símbolos importantes de la dictadura, la clausura del partido único, el envío al destierro de adláteres funestos del régimen y las seguridades que ofreciera para el arribo de la delegación perredeísta el 5 de julio de 1961, apenas poco más de un mes de la noche de autos en la carretera que conduce hacia San Cristóbal. No hay dudas de que Balaguer tomaría medidas de corte político durante ese mismo lapso, pero en la práctica no hacía otra cosa que preparar el terreno, como político a tiempo completo, para encabezar un gobierno a sus anchas sin las cortapisas del ejecutivo polichinela que se vio obligado a ser desde que el tirano lo elevara al más alto cargo de la Nación que él supo siempre que aunque fuese una fachada le preparaba para el porvenir.
Joaquín Balaguer era, luego de la muerte de Trujillo, el único político cabal que tenía el país. El otro pudo serlo Modesto Díaz Quezada, pero ultimado por Ramfis y sus corifeos el país perdió la oportunidad de conocer las habilidades intelectuales y políticas de este servidor de la dictadura que se unió a su hermano Juan Tomás para colaborar en la conclusión de aquel periodo de barbarie. Ninguno de los líderes de los partidos que surgirían concluido el trujillato, ni de los exiliados que fueron llegando con sus partiditos a cuestas, tenían los conocimientos, la práctica y las agallas políticas que poseía Balaguer para domeñar voluntades y generar prosélitos. Empero, él era una continuación de lo anterior y bajo esta ficha resultaba imposible, frente a las circunstancias que cada vez les fueron resultando más adversas a pesar de todos los rejuegos que impulsara, mantenerse en el poder o preparar las condiciones para dirigir, lícitamente, los destinos del país.
Sobre la arena, sólo él llevaba bajo su casaca el genio político. Desde el destierro, sólo uno: Juan Bosch. El escritor y presidente del Partido Revolucionario Dominicano había llegado por el aeropuerto de Punta Caucedo a las cuatro de la tarde del 20 de octubre, casi cinco meses después del ajusticiamiento de Trujillo. Era, en gran medida, desconocido por un amplio sector de la sociedad. Su presencia, carisma y discurso, pero sobre todo su preparación política, le abrieron las puertas a un liderazgo sólido que terminó por convencer a los primeros votantes de la democracia dominicana para que lo eligiesen presidente de la República en las elecciones del 20 de diciembre de 1962, justo catorce meses después de su arribo al país. El golpe septembrino de 1963 eliminó el primer intento democrático posdictadura, concluyendo con la guerra de abril de 1965 aquel intenso, penoso, desafiante y salvaje periodo iniciado el 30 de mayo. Balaguer no tuvo nunca quizás vocación absoluta por el modelo democrático y poseía las mismas dudas que, probablemente, se agolpaban en la mente de su contrario natural, el profesor Bosch, sobre las dificultades existentes en la sociedad dominicana para encaminar su vida en democracia, aunque desde diferentes perspectivas. Entonces, preparó sus avíos para gobernar bajo estímulos autoritarios y los estándares propios de la guerra fría, de la que no era ajeno, y con el respaldo lógico en términos políticos de aquellos que había conocido en los gobiernos de la dictadura a la que sirvió, se instaló en la poltrona palaciega el 1 de julio de 1966 donde permaneció impertérrito, en medio de la tormenta cuyos vientos produjo su propio estilo de gobierno y la naturaleza de aquellos tiempos sucedáneos de los treinta y un años de sombras y exterminio, hasta la media mañana del 27 de febrero de 1978 cuando se inició de pleno, en medio de altibajos y un nuevo intervalo balagueriano, la era democrática que este año celebra su cuadragésimo aniversario.
Las escaleras colocadas por Bello Andino permitieron a Joaquín Balaguer no sólo cruzar la línea divisoria entre la Era de Trujillo de la que fue cómplice y heredero, y la nueva realidad social y política que comenzaba a nacer, sino construir unos peldaños más consistentes por donde pudiera colarse su propósito de hacerse con el santo y seña de la regencia nacional durante doce años. Tuvo razón el chofer que lo conducía hacia el aeropuerto, Juan Ayala, cuando le aseguró, tal vez para esclarecer su apenado semblante y el oscuro porvenir que se abría ante sus ojos de desterrado, que él volvería a gobernar el país. Y la de Marullo Amiama que también lo sospechó cuando lo acompañó en el corto viaje hacia Cabo Caucedo donde tomó un avión que lo condujo hacia San Juan, Puerto Rico. Tres años después estaba de vuelta en medio de la contienda abrileña. Y cuando un recadero del gobierno de Imbert le fue a comunicar que debía partir de regreso al exilio, dejó bien claro que no se marcharía porque esta era su tierra y que lo sacarían muerto de su casa si pretendían obligarlo a salir de nuevo del país. Un año más tarde la historia cuenta que renacía la Era de Trujillo con un nuevo rostro. La democracia plena debía esperar.
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