Sobran las experiencias históricas para acordar resolver las diferencias por medio de mecanismos institucionales, pese a que en su momento estén desfigurados, manipulados o secuestrados. En otras palabras, siempre será preferible solventar las disputas de diferentes proyectos políticos utilizando el sufragio por encima de las fuerzas de las armas o las presiones anárquicas. Ahora bien, hay un sector que tiene una frase que hace mucho daño, la repite hasta el cansancio y la amplifica con placer: “Dictadura no sale con votos”.
Por fortuna, hay decenas de ejemplos que desmienten esa idea, empecemos. El régimen dictatorial de Augusto Pinochet convocó un plebiscito en 1988 y fue derrotado. La misma suerte tuvo la dictadura argentina con las elecciones de 1983. Los brasileños se expresaron en 1985 y terminaron con 21 años de horror. Uruguay vivió un proceso electoral –como resultado del Pacto del Club Naval- después de 12 años de un gobierno militar tiránico y ganó la oposición democrática. Los sandinistas con su revolución popular en Nicaragua sufrieron una derrota en 1990. Los polacos se adelantaron a la caída del Muro de Berlín y propinaron una derrota a los autoritarios comunistas en 1989. ¿Seguimos? Los guatemaltecos despacharon a las botas militares en 1985. Perú, a través de unos comicios generales en 1980 recuperó la democracia. Ecuador estremeció reinstalando la democracia en 1981 y los bolivianos hicieron lo propio en 1982.
Podrán decir: déjate de cuento, esos países son diferentes al nuestro y los contextos también son distintos. Está bien, pero salvando las particularidades de todos esos procesos, podemos decir que todos tienen un denominador común que calzan con el nuestro: Las elecciones se hicieron repletas de vicios, censuras, ventajismos por doquier, abusos por montones, amedrentamientos a los opositores, torturas y todas las violaciones a la ley que puedan imaginarse. Por citar un caso, en Chile el encargado de computar y transmitir los resultados fue el Ministerio del Interior.
Ciertamente, los diagnósticos no son lineales, mucho menos las estrategias para superar estos regímenes. No obstante, debemos coincidir en que la no participación electoral les deja el camino libre a los deseos totalitarios; la abstención simplemente es una resignación estéril o un orgullo inútil, pues, todavía la historia no ha documentado la caída de dictaduras gracias a la abstención. Al contrario, lo que dio frutos en esos casos de restablecimiento de la democracia, fue la lucha de organizaciones políticas y sociales integradas con vocerías consensuadas y coherentes, sin esperar salidas rápidas y ligeras, enfocadas en el adversario y lógicamente expresándose mediante el sufragio cuando le dieron la oportunidad.
Si no es así, entonces, ¿cuáles son las alternativas para expulsar del poder a los autoritarios? Por la fuerza de las armas, dicen unos, sin ofrecer su pellejo. Otros proclaman una “rebelión cívica” y no han visto un fusil ni en películas porque cierran los ojos. Un grupo cree que puede asaltar el poder desde Twitter. Millares eligen expresarse con soberbia pasiva y un orgullo inactivo. No son pocos los que apoyan una intervención extranjera, siempre y cuando ellos no sean los muertos. Y muchos sueñan con un golpe de estado donde un militar alzado le entregue caritativamente el poder a un civil.
No hay medidas estandarizadas para restituir la democracia. Sin embargo, hay ejemplos que instruyen. No sigamos haciendo acrobacias sobre un alambre flojo. El sociólogo Tulio Hernández lo sintetizo en menos de 140 caracteres: “Si los dos bandos, abstencionistas y electoralistas, se siguen odiando como se siente hoy en las redes, tenemos chavismo para 50 años”.
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