PARA CONOCER EL CUADRO de costumbres y formas de sociabilidad imperantes en el país a finales del siglo XIX, ninguna fuente sirve mejor que sendas novelas históricas de Tulio M. Cestero, verdaderas obras clásicas de la literatura nacional. En La Sangre y Ciudad RománticaCestero logra transportarnos a la atmósfera de una sociedad que experimentaba sus primeros jalones de modernización capitalista bajo la férrea conducción de uno de los personajes más singulares que ha producido el Caribe, el general Ulises Heureaux, popularmente conocido por el sobrenombre de Lilís.
Al impulso de los ingenios azucareros, de las exportaciones de tabaco y otros frutos, del desarrollo de algunas manufacturas urbanas y de medios de transporte modernos como el ferrocarril y el vapor, así como de la implantación de las comunicaciones telegráficas, la sociedad dominicana fue nucleando una burguesía emergente –con fuerte presencia de extranjeros. Cuyos principales polos de asentamiento eran Santo Domingo, Santiago, Puerto Plata y San Pedro de Macorís.
Bajo este auge económico y como una forma de expresar un nuevo tipo de sociabilidad propio de esta clase, surgieron los clubes sociales en los principales centros urbanos, verdaderos dínamos de la vida ciudadana en lo que respecta a la organización de actividades culturales y recreativas. Esta moda se extendería a otros sectores sociales y a grupos de inmigrantes que, como los árabes, españoles, puertorriqueños, norteamericanos y cocolos, formarían entidades similares al entrar al siglo XX.
En la ciudad de Santo Domingo –escenario principal de las novelas de Cestero–, el Club Unión capitaneaba las veladas culturales y los festivales recreativos que se realizaban dentro de sus contornos amurallados. A sus actividades concurría lo más granado de la sociedad capitalina, como se revela a propósito del rumboso baile de traje celebrado en su local por la Sociedad Entre Nous con motivo de las festividades patrias del 27 de febrero.
A la realización de un evento como éste precedía una actividad febril –especialmente en lo relativo a la preparación del traje–, que Cestero recoge en uno de los pasajes de La Sangre:
“Durante un mes ha sido pasto de las lenguas. Figurines y grabados, representaciones de personajes históricos, han corrido de mano en mano; se discute, modifícanse modelos hasta elegir guardándose el secreto para evitar imitaciones. Por las calles se advierte inusitado ajetreo de domésticas que van a las tiendas por muestras y telas, y en las primas noches de las muchachas que se afanan en busca de adornos y perendengues. En casa de las modistas, atareadas a no poder más, se reúnen a garrulear, dando entre risa y beso, su tijeretazo a las ausentes.”
Los trajes representarán personajes de la comedia francesa –como Margarita y Pierrot–, figuras de la realeza europea, así como una diversidad de tipos característicos de los bailes carnavalescos del viejo continente. Participemos de esa jornada orlada de giros aristocratizantes, a través de la visión que de ella nos brinda la pluma diestra de Cestero.
“A las 8 de la noche, la acera frente al Club, está ocupada por multitud abigarrada. En los balcones y tejados vecinos, racimos humanos. A las nueve empieza el desfile de los convidados, los unos en coche, los otros a pie. Un rumor de admiración sigue por el amplio portal a cada recién llegado. ¡Cuánto lujo! Nunca vióse una fiesta igual...Y con los comentarios picantes regodease la masa pedestre.
“Los tres salones del Club resplandecen iluminados a giorno. Lambrequines de papel de colores y guirnaldas de flores naturales paramentan los arcos de las puertas, los espejos recién dorados y las arañas de cristal; grecas enlazan las guardamalletas. Del brazo de los galanes las damas se pasean exponiendo sus gracias a la vista de los que han hecho del balcón tabladillo para contemplar el espectáculo. Cuando rompe el primer vals, se confunden, se entreveran armonizándose, luces, colores y líneas. Francisco I rutila, cuajado el sombrero y el peto de diamante: es un ministro poderoso. Carlos V, es un banquero millonario; un centurión romano, lanza en asta y escudo al pecho, que no le solapa los bellos pectorales; reinas, hechiceras, trovadores, vampiros, palomas, esperanzas, floristas, margaritas, novias, suizas, repúblicas, mariposas, rigoletos, poesías, musas, se deslizan, por el entablado pulido, entre los brazos de galantes caballeros de Carlos III, clowns y pierrots. El Presidente viste calzón negro de seda, calza escarpines de charol con hebillas de oro y medias negras, y se toca con sombrero panamá forrado de raso gris, en cuya cinta deslumbran gruesos brillantes y un espejito frontal. Le acompaña un alto personaje, que se ahoga ceñido en un frac violeta y la chistera gris embutida hasta las orejas, mostrando, mohíno, gordas pantorrillas rurales. A su entrada, la orquesta toca el himno nacional. A sotto voce alguien pregunta:
—¿Cuál es el traje de Lilís?
—Dicen que de etiqueta parisiense.”
Cestero intercala unos diálogos especialmente sabrosos, entablados entre las matronas, que comadrean mientras observan las incidencias del baile:
“—¡Mira a Fulanita, qué lujo! Después serán los dolores de cabeza y los cobros, si el papá no tiene en qué caerse muerto.
—¿Y esta princesa? Pues si es fulanita, ¡quién se lo había de decir a su abuela, yo que la conocí de cocinera!
—¿Y aquella mulatica, tan apurada, de dónde ha salido?
—No niña, es quima pa sol.
—¿Cómo?
—Que está quemada por el sol.
—Y Zutanita, qué hermosa y bien puesta. No hay que negárselo, la pobre.
—Pero se está quedando, ya anda cerca de los treinta. No sé qué piensan los jóvenes.
—Chica, pero si ha tenido tantos novios. Ahora la cargan con un ministro casado. Yo no lo creo, ¡qué va! Pero la gente es muy mala y cuando el río suena...
—¡Ave María Purísima!
—¿Qué te sucede?
—No ves esa, de azul marino, que está en aquél rincón?
—Si, y...
—Pues que no es casada, y se atreve a presentarse aquí.
—Te equivocas, se casó hace dos semanas en intimidad, para poder acompañar las hijas a los bailes. Es muy buena.
—En mi tiempo no se veían estas confusiones. Cada oveja andaba con su pareja: pero ya se ve, hoy todo está revuelto, ni sociedad, ni religión: lujo y nada más.
—Mira al negrito cubaneándose con...!y el tío expulso! Fíjate con qué dulzura le habla él, y ella le pone los ojos en blanco. ¡Qué mujeres, Dios mío!
—Le está pidiendo un salvoconducto para el tío.
—No seas tonta..., una aduana para el padre.”
Aparte del vals, se bailó en dicha fiesta de disfraces la cuadrilla y el carabiné. La descripción de la primera danza –en cuya ejecución toma parte Lilís, de quien Cestero afirma que no hay en la fiesta quien le supere en cortesía, bailando “con decencia sin arrimarse a las damas”- contiene detalles coreográficos interesantes. Veámosla.
“!La cuadrilla!, ¡la cuadrilla!, claman voces. En los tres salones se organizan sendas tandas. En varias sesiones ha sido esmeradamente ensayada. La tanda presidencial elige por escena el segundo salón, favorecido por mayor número de espectadores. El Presidente, ceremonioso, baila con garbo. Cuando avanza solo, luce su marcial apostura; no pierde un compás, sonríe a las lisonjas cortesanas murmuradas con un rictus que le contrae los labios bezudos, enseñando los dientes, fuertes y blancos...Con el ademán felino que le es familiar sécase frente y nuca sudorosa. Las damas saludan, se contonean con gentileza; los caballeros se mueven mecánicamente, temerosos de equivocarse. Al final de cada figura, las parejas de la cabecera indican la próxima, suscitando discusiones rápidas, pues un error es un delito. En la Poulé, el golpe de un cuerpo contra el pavimento interrumpe la danza. Carlos V se ha desplomado, y junto a él ríe su compañera, deliciosa pastora de Watteau.” Y así, al son de la moda francesa, se solazaba danzando la élite capitalina en la Era de Lilís.
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