La deserción de soldados es un fenómeno más o menos habitual en todas las guerras, pero raramente es tratado en los libros de Historia. La razón cae por su propio peso: los documentos que muestran que tus propios combatientes te han abandonado y se han pasado a la filas del enemigo no son precisamente abundantes, y las versiones de distintos bandos suelen ser incompatibles. De ahí que, hasta la fecha, la información sobre la gran cantidad de desertores del bando soviético (según las estimaciones más generosas más de un millón, hasta un 6% del ejército) fuese confusa, en parte por la versión oficial soviética que los consideraba traidores fascinados por Hitler.
Es una excepción, señala el historiador de la Universidad de Australia Occidental Mark Edele en su último libro, 'Stalin's Defectors: How Red Army Soldiers Became Hitler's Collaborators, 1941-1945' (OUP Oxford). En la mayoría de los casos, los soldados decidieron abandonar las filas del Ejército Rojo para salvar su vida, no tanto por ser convencidos por la propaganda nazi o por odio a Stalin, como se ha asegurado a menudo. En realidad, como recuerda Jonathan Mirsky en una reseña del libro, se debe más bien a una mezcla de “cansancio, hambre y miedo a morir”.
Sin su participación en los campos de concentración, el número de judíos ejecutados podría haberse reducido en un tercio
A menudo, el avance del ejército nazi y la creciente sensación de que Hitler terminaría ganando la guerra fueron un factor decisivo para que muchos de estos hombres –porque, matiza Edele, ninguna de las mujeres del Ejército Rojo desertó– decidiesen arriesgar sus vidas entregándose a los alemanes. Es lo que ocurrió en el Frente Oriental en 1941, por ejemplo, cuando comenzó la invasión alemana en la Operación Barbarroja y la caída de Kiev y Viazma a finales de ese mismo año llevó a la captura de tres millones de prisioneros soviéticos, muchos de los cuales fueron ejecutados en las cámaras de gas.
El papel de los soldados soviéticos fue, de hecho, clave en el Holocausto. Edele asegura que sin su participación en los campos de concentración, el número de judíos ejecutados podría haberse reducido en un tercio. A medida que la guerra transcurría, no obstante, el número de soldados soviéticos que pasaron a la filas del enemigo era menor, y no solo porque el mero hecho de encontrar un panfleto enemigo entre sus pertenencias podía ser causa de ejecución: “El derrotismo se extendió en la sociedad soviética al inicio de la guerra e hizo falta que la lucha contra un enemigo genocida se prolongase para conseguir que una cantidad mayor de la población se alinease con el líder político”.
El excepcional caso de Kononov
Muchas de las teorías sobre los desertores soviéticos se han centrado en el caso del general Ivan Kononov, que es más bien una excepción en el Ejército Rojo. Apenas 60 días después de la Operación Barbarroja, el 22 de agosto de 1941, este militar protagonizó la primera gran deserción soviética, junto a la unidad de infantería número 436. En su caso no se trataba, en apariencia, de una cuestión de supervivencia, sino que partía de un firme odio hacia Stalin, al que pretendía combatir hombro con hombro con los nazis. La historia cuenta que dejó a sus soldados elegir entre ir con él o volver con el resto del ejército sin tomar represalias.
La mayoría de los desertores eran refugiados del estalinismo antes que combatientes en ciernes, no digamos ya colaboradores de la Wehrmacht
Sus ansias de venganza se remontaban a 1939, año de la Guerra de Invierno contra Finlandia en la que una cantidad brutal de soldados soviéticos perdió la vida, causada en parte por la debilidad del Ejército Rojo después de las grandes purgas estalinistas. Kononov y su regimiento pasaron a convertirse en el regimiento cosaco número 102 del ejército alemán. Los cosacos fueron una de las grandes fuerzas de resistencia ante Stalin, y muchos de los combatientes del considerado como Ejército Blanco se pasaron a las filas nazis: es lo que ocurrió con los generales Pitro Kasnov y André Shkuró, que negociaron su rendición con los ingleses a cambio de no ser entregados a los soviéticos. Los británicos incumplieron su promesa y, como tantos desertores, fueron repatriados a la URSS y ejecutados.
Estos casos son, no obstante, una excepción, señala Edele en una investigación publicada en el 'Australian Journal of Politics and History': “En casi todos los aspectos, Kononov era parte de una minoría entre los defectores, que en general no pertenecían ni a su clase social ni rango ni etnia”, explica. “Las deserciones en grupo, aunque eran comunes, raramente implicaban la rendición voluntaria de unidades enteras. Su antiestalinismo era también poco típico”. La mayor parte de los soldados, simplemente, habían dejado de creer en la contienda y en sus posibilidades de ganarla. Tan solo unos pocos combatieron a Stalin.
“La mayoría de los desertores eran refugiados del estalinismo antes que combatientes en ciernes, no digamos ya colaboradores de la Wehrmacht”, matiza el autor. ¿Qué pasaba con aquellos que se atrevían a cruzar las líneas enemigas con una bandera blanca? A menudo, morían rápidamente bajo las ráfagas alemanas. No corrían mejor suerte los judíos, que eran inmediatamente ejecutados. Muchos vivieron en condiciones terribles, y otros pasaron a formar parte bajo sospecha del ejército alemán, aunque en algunos casos se les permitió no tener que combatir contra sus compatriotas y dedicarse a otra tarea: el exterminio de judíos en los campos de concentración.
Un problema para Stalin
El historiador define a los desertores del Ejército Rojo como “una minoría de significativas proporciones”. Al fin y al cabo, la cantidad de desertores entre los prisioneros de guerra soviéticos superaba, con mucho, el porcentaje de otros ejércitos aliados. A pesar de los números, Edele considera que la huida hacia el enemigo era una actitud “extrema”, que dice mucho de los límites a los que el estalinismo empujó a sus soldados; apenas unos años antes se habían producido las grandes purgas en el ejército, que mermaron notablemente la capacidad militar soviética durante la Segunda Guerra Mundial, y la presión interior era muy alta.
Que huyesen a un régimen genocida, a menudo pagando con sus vidas, o que se convirtieran en cómplices, da idea de su ambigüedad moral
Al final del libro, Edele señala varias conclusiones obtenidas de su concienzudo estudio, probablemente el más profundo realizado sobre este tema hasta la fecha: en primer lugar, que “había una pequeña minoría de personas tan opuestas al estalinismo que estaban listas para combatir al lado del enemigo”. En la mayoría de casos, combatir contra sus antiguos compañeros era lo último que muchos deseaban. Las razones políticas eran, además, las menos frecuentes, y probablemente historias únicas, pero con nombre y apellidos, como la de Kononov hayan popularizado la idea. “La supervivencia era lo más importante, no la convicción ideológica”.
“Puede haber sido una guerra de ideologías, pero no todo el mundo atrapado en ella lo hacía por una motivación ideológica”, recuerda el autor, algo común en muchas facciones de la contienda. “Más que resistentes políticamente motivados, colaboradores o traidores, la mayor parte de desertores se entienden mejor como refugiados del estalinismo: no veían otra salida a la dictadura y la guerra que entregarse al enemigo”, concluye el autor. “Que huyesen a un régimen genocida, a menudo pagando con sus vidas por esta elección, o que se convirtieran en cómplices de sus crímenes conforma la ambigüedad moral de su historia”.
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