Pot Dario Prieto
Para la izquierda estadounidense de los 40 y 50, la vuelta al folclore musical fue un gesto de rebeldía contra las canciones chiclosas, alienantes y capitalistas. En Latinoamérica la búsqueda de las raíces tuvo un sentido similar, aunque contó con un calor distinto.
Aunque a EEUU se le acumulaban los problemas dentro y fuera del país, con una juventud cada vez más rebelde y el fuego de Vietnam cada vez más descontrolado, el gobierno de la superpotencia no dejó de meterse en incendios durante la Guerra Fría. El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 no sólo suponía un elemento desestabilizador a escasos kilómetros de Florida, sino que también podía inspirar a otros países a seguir su propio camino y desafiar la doctrina del Big Stick (el Gran Garrote) impulsada por Roosevelt: es decir, la permanente amenaza de una acción armada contra aquellos países de Centroamérica y Sudamérica que pretendiesen salir de su órbita de control. A partir de los años 60, la doctrina se mantuvo, aunque cambiaron las formas. Bajo la tutela de Henry Kissinger, consejero de Seguridad Nacional de EEUU y luego Secretario de Estado, Washington adiestró a militares de Latinoamérica en técnicas contrarrevolucionarias, incluida la tortura, con el fin de evitar que se extendiese el ejemplo cubano.
Mientras eso se cocinaba, algunos países experimentaban un importante desarrollo social y cultural. En el caso de Chile, la figura de Víctor Jara fue crucial. Principal dinamizador del teatro y la música durante cerca de una década, Jara venía de una familia humilde de agricultores del sur de Chile. Fue en el campo donde aprendió a cantar y tocar la guitarra, canciones populares, de trabajo, que le despertaron el interés por el folclore. Tras probar con el sacerdocio y el ejército, Jara encontró su lugar en la Universidad de Chile, donde formó parte del coro y entró en contacto con diversos grupos de folcloristas. Fue en ese ambiente universitario donde comenzó también a dirigir montajes teatrales con los que se ganó una notable reputación y que le valieron girar por diversos países de América y Europa. Así, participó en obras de Bertolt Brecht, Peter Weiss, Maquiavelo, Abelardo Estorino y Alejandro Sieveking. El teatro fue un elemento más en su toma de conciencia social, que le llevó a ingresar en el Partido Comunista de Chile.
Pero fue en la música donde Jara encontró esa herramienta tanto tiempo buscada que le sirviese para conectar con el pueblo. Integrante del conjunto folclórico Cuncumén, Jara conoció a Violeta Parra, que le abrió las puertas de la gran familia de creadores chilenos, especialmente la Peña de los Parra, creada por Isabel y Ángel, hijos de Violeta.
Aquella escena recibió el nombre de Nueva Canción Chilena, y conectaba con la Nueva Trova cubana, aunque sus raíces seguían más conectadas a la tierra de la que habían salido. Agrupaciones y solistas como Inti-Ilimani, Los Jaivas, Rolando Alarcón y Barroco Andino recuperaban y transformaban pequeñas piezas de todo el país.
Una de esas bandas era Quilapayún, que contactó con Víctor Jara después de que éste publicase su primer disco, el de Paloma quiero contarte. Jara entró como director musical de una formación creada por los hermanos Eduardo y Julio Carrasco, junto al musicólogo Julio Numhauser. Aunque Quilapayún significa "tres barbas" en idioma mapuche, el nombre quedó obsoleto tras la publicación de su primer álbum, con la marcha de Numhauser. Ya sin él, los hermanos Carrasco acometieron con Parra el segundo con una idea mucho más amplia de la música de raíces. Canciones folklóricas de América pretendía abarcar todo el acervo sonoro de un continente. Y, al contrario que los estadounidenses, que tienden a entender el concepto continental como lo que se da al sur de Canadá y al norte de México, Jara y los Carrasco no pensaron en fronteras. De hecho, muchas canciones ni siquiera podrían considerarse americanas, dependiendo del punto de vista. En este sentido, es significativo el hecho de que esta recopilación de cantares arranque con All the pretty little horses, una nana tradicional de EEUU, aquí presentada como Hush-a-bye (otro de sus nombres), a partir de la versión de Peter, Paul and Mary.
Hay tonadas bolivianas (Bailecito y El llanto de mi madre, tomada ésta de Los Jairas), venezolanas (Mare mare) y argentino-uruguayas (Peonsito del mandiocal). Pero también composiciones de compañeros en ese proyecto de crear un futuro sonoro a partir de los ancestros. Es el caso de El carrero, del uruguayo Daniel Viglietti, y Tres bailecitos, del boliviano Ernesto Cavour. La cosa vuela hasta Cuba con Drume negrita, de Eliseo Grenet y que hizo popular Bola de Nieve (también la versionó Manu Chao) y cruza el Atlántico con dos canciones populares españolas, Paloma del palomar y El tururururú que se cantaba en la Guerra Civil. Por haber, hay hasta una canción en hebreo, Noche de rosas, que suena en las bodas judías. Y hay, también, dos composiciones de Jara, Gira, gira, girasol, y la chancera El conejí, a partir de un poema de Carlos Préndez Saldías.
La asociación entre Jara y Quilapayún se prolongaría en dos discos más, el recordado X-Vietnam, editado por las Juventudes Comunistas, y Quilapayún 3.Uno y otros seguirían caminos distintos, aunque siempre unidos bajo el compromiso político. Por ello sufrieron la represión de la dictadura tras el golpe de Estado de Pinochet, en 1973. A Quilapayún les pilló de gira en Francia y tuvieron que vivir exiliados hasta el retorno de la democracia. Peor suerte corrió Jara, que fue detenido en la universidad, torturado en el Estadio de Chile y finalmente asesinado. Lo que no pudieron matar fueron sus canciones y su legado.
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