¿Se imaginan que un diario preguntara a sus lectores si asesinarían a un bebé?Pues el 42% dijo que sí. Y aunque la cifra presenta cierta fuerza escénica para arrancar un artículo, no es lo más llamativo. Lo sorprendente de verdad son los nombres del periódico y la hipotética víctima: el New York Times y Adolf Hitler. El prestigioso periódico preguntó a sus abonados si, en caso de poder viajar en el tiempo, matarían a Hitler de bebé para cambiar el curso de la Historia. Sólo el 30% descartó el infanticidio; el 28%, indeciso, se debatía entre agarrar el piolet o pasar la página.
¿Les resulta provocador? A mí me parece un dilema moral bien lanzado. De hecho, me costaría decidirme. Y un original paso adelante del periodismo para desacralizar debates espinosos, frente al enfoque santurrón de lavarse las manos y dejar que el pasado y sus miserias reposen sólo en el anaquel de los historiadores.
Fue hace dos años cuando cayó en mis manos Ha vuelto, libro que imagina el despertar de Adolf Hitler, rodeado de grafitis, en un descampado del Berlín actual. Lo leí del tirón, imantado por la paradoja, muerto de risa con el Führer convertido en estrella televisiva, y pensé: ¿Podríamos publicar en España un libro como ése? ¿Es nuestro país suficientemente maduro como para sacarle la lengua a su propia Historia?
De ahí esta portada de PAPEL, homenaje al libro-sátira de Timur Vermes (dos millones de copias vendidas). Un magnífico trabajo periodístico, de escritura e historiográfico de Emilia Landaluce, sin miedo a entretejer ficción y realidad. Un texto necesario para este país, que tiene que seguir construyendo un relato de su propia historia, sin pudor, sin miedo y sin límites.
Hace dos semanas se estrenó en Alemania la película de Ha vuelto y resurgió el mismo debate que acompañó al libro. ¿Imaginar cómo reaccionaría Hitler aquí y ahora supone banalizar el mal? ¿Invita a un resurgir de la extrema derecha? En mi opinión, sería como creer que publicando Crimen y castigo hay probabilidades de que aumenten los asesinatos de ancianas cometidos con un hacha.
Dictador sí o no, y hasta dónde, he ahí la cuestión. En Francia y Alemania, la controversia sobre la reedición de Mein Kampf (libro escrito por Adolf Hitler) llegó hace una semana a las portadas de los diarios. En 2016 acaban los derechos de autor que los aliados entregaron al Estado de Baviera por un plazo de 70 años. Varios editores han anunciado la intención de publicar el texto, 700 páginas malas de solemnidad, pero esenciales para entender el siglo XX.
El escritor alemán Rafael Seligmann, que perdió a su familia en el Holocausto, ya pidió hace años la reedición de un texto que hoy sigue prohibido:: «Todo el mundo comprará el Mein Kampf la primera semana. Pasará dos meses en la lista de best sellers. ¿Y qué? Será una señal de la madurez de Alemania».
Sabemos que este reportaje sobre Franco despertará sorpresa, críticas y quizás incomprensión. La realidad es que cuando nuestro doble de Franco caminaba por la calle -con Carlos García Pozo, Carlos Montagud y el resto del equipo que hizo posible el espectacular reportaje fotográfico que acompaña estas páginas-, la gente le rodeaba en busca de una foto. Los jóvenes desenfundaban sus móviles e incluso unos sindicalistas de Comisiones Obreras dejaron sus banderas para retratarse con el fake del Generalísimo. Nos pareció el mejor termómetro de que España está preparada para volver a mirar su historia. Con seriedad, con ficción o con carcajadas, como toque según el momento, pero preparada.
Es, curiosamente, lo mismo que le ocurrió a Olivier Masucci, intérprete de Hitler en Ha vuelto, durante las escenas grabadas por la calle: «Fue increíble. Me sentí una atracción». Todos palpaban sus móviles a la caza del retrato con el Führer. ¿Nazis bajo el caparazón? No, códigos de un mundo que ha cambiado. Llegarán los paleomoralistas a clamar que se banaliza el mal y blablablá. Como si Roberto Benigni no hubiera zanjado ese debate ya hace años.
«¿Qué sentido tiene hacerse un selfie con Hitler?», se preguntaba con escozor la radio pública alemana. El mismo que los centenares de autofotos que se hizo nuestro doble de Franco por las calles de Madrid: ninguno. Resultará paradójico, pero ésa es precisamente la gran victoria de nuestra democracia. Con su capa bizcochona, leve y banal, porque así es, la sociedad se ha tragado todos los viejos debates. La gente ve a Franco por la calle y ni se asusta, sólo piensa en un disfraz. En un Halloween político. Todos saben qué pasó y cada uno tiene su mirada. Lo importante es que ya no ven una amenaza: sólo carne de selfie.
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