Las facultades adivinatorias de Mercedes Reyes (doña Chea) eran conocidas por toda la familia. Lo que doña Chea anunciaba, decía Dedé —una de sus hijas—, “pasaba porque pasaba”. Tantas veces había aconsejado a Minerva: “Mi hija, te van a matar. El que ama el peligro, en él perece. Te van a desriscar por un barranco, te van a matar”. El 25 de noviembre de 1960, los fatídicos presagios de doña Chea se cumplieron. Al norte de La República Dominicana, en un precipicio de cientos de metros de profundidad, aparecieron los cuerpos sin vida de Patria, Minerva y María Teresa Mirabal Reyes. Rufino de la Cruz, el chofer que las acompañaba, también fue asesinado.
Dieciocho meses antes del crimen (16 de mayo de 1960), el periódico El Caribe publicó una reseña que, en su primer párrafo, decía: “El padre de la Patria Nueva, Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, hizo hoy trascendentes declaraciones a la prensa; en las cuales denunció las actividades clandestinas a que se han estado dedicando algunas personas en ciudades y secciones del Cibao”. La reseña afirmaba que el dictador incluía a las hermanas Mirabal en la lista de “destacados comunistas” que conspiraban contra su régimen.
Bélgica Adela Mirabal Reyes (Dedé) recordaba el 13 de octubre de 1949 como la fecha que marcó a su familia con el signo de la desgracia. La familia Mirabal fue invitada a una de las famosas fiestas organizadas por Trujillo. Patria y Dedé asistieron junto a sus esposos, acompañadas por su hermana Minerva y por Enrique Mirabal, padre de las hermanas. Viajaron desde Ojo de Agua —localidad de la actual provincia Hermanas Mirabal— hasta la Hacienda Borinquen, en Hatillo, un pueblo de la provincia de San Cristóbal. La familia Mirabal no era simpatizante del régimen. Doña Chea no quería que sus hijas fueran a la fiesta. Las atenciones del dictador le daban mala espina, pero para nadie era un secreto que rechazar una invitación de Trujillo podía ser peligroso. —Hay que ir— dijo Enrique Mirabal.
Aquella noche, un hombre se acercó a la mesa de los Mirabal y pidió permiso para bailar con una de las muchachas. Minerva se negó. —Yo no sé bailar— pretextó Patria. La acuciante insistencia del individuo hizo que Minerva acabara accediendo a su petición. El hombre la condujo hasta la pista. Bailaron durante poco rato, el tiempo suficiente para que el emisario cumpliera con su encomienda: entregar la mano de Minerva Mirabal a Trujillo. La orquesta tocaba un merengue tras otro. Bailaron un set completo que, para Minerva y su familia, se hizo interminable. Al final de cada pieza, el dictador se quedada esperando que sonaran los acordes de la siguiente canción. En aquella época la gente hablaba con miedo y discreción sobre las artimañas empleadas por Trujillo para embaucar mujeres. Decían que el dictador ofrecía una copa a las muchachas que bailaban con él, y que no se trataba de una bebida ordinaria, decían que era una droga que las sometía a su voluntad. Minerva tenía veintidós años. Atormentados con la idea de que el tirano pudiera drogarla, su padre, sus hermanas y sus cuñados se mantenían vigilantes. Con los ojos fijos en la pista de baile, en cada movimiento de los labios, en cada gesto. Era una escena aborrecible, una imagen que no hubieran querido ver nunca: Minerva bailando con Trujillo.
Trujillo y Minerva conversaron:
— ¿Usted tiene novio? — preguntó el dictador.
— No — respondió ella.
— ¿Y a usted no le interesa mi política, o no le gusta?
— No, no me gusta —
Trujillo trató de disuadirla. — ¿Y si yo mando a mis seguidores a conquistarla?
— ¿Y si yo los conquisto a ellos? Espetó Minerva, desafiante.
Bailaron hasta que Minerva le expresó a Trujillo su deseo de regresar a la mesa. Le dijo que estaba cansada.
—¿Dónde está la joven Mirabal?— preguntó el dictador más tarde. Cuando Trujillo pedía algo, su corte de secuaces se ponía en marcha. La buscaron por toda la finca. No la encontraron. Los Mirabal incurrieron en una falta grave: abandonaron la fiesta antes que Trujillo. Esa misma noche regresaron a Ojo de Agua, el pueblo natal de las Mirabal. A escasas horas del incidente, y aconsejado por un enviado de las autoridades, Enrique Mirabal escribió un telegrama para presentar sus disculpas al dictador. No sirvió de nada. Tres días más tarde, y con el pretexto de realizar unas investigaciones, el padre de las Mirabal fue detenido. Veinticuatro horas después, la familia Mirabal volvió a recibir la visita de los militares del régimen; esta vez detuvieron a Minerva. A partir de ese momento, y aunque al cabo de seis días fueron puestos en libertad, la familia Mirabal permaneció vigilada, sufrió el acoso constante de la dictadura y fue víctima de una de las practicas recurrentes del régimen: el despojo ilegal de propiedades. Minerva y María Teresa fueron arrestadas varias veces. A oídos del tirano llegaron rumores de que Minerva era anti-trujillista. Para algunos, la invitación a la fiesta fue una provocación, un gesto mal intencionado, una trampa. La actitud de Minerva pudo confirmarle al dictador que las informaciones que había recibido eran ciertas. Y no sólo eso, dejándole claro a Trujillo que no le interesaba como político, ni como hombre, Minerva Mirabal había clavado una estaca en su ego.
Trujillo era “el jefe”, el “padre y benefactor de la patria nueva”. Durante los años de su dictadura la capital del país (Santo Domingo) cambió de nombre, entonces se llamaba Ciudad Trujillo. La República Dominicana se convirtió en una finca de su propiedad. Cientos de estatuas reproducían su imagen. Las calles, los puentes, las instituciones públicas, la montaña más alta del territorio dominicano, casi todo le pertenecía a él, casi todo llevaba su nombre o el de un miembro del clan Trujillo. El culto a su persona alcanzaba niveles absurdos. “Dios en el cielo y Trujillo en la tierra”, enunciaba una de las consignas popularizadas por el régimen. Con el paso de los años se invirtió el orden de la frase: el nombre de Trujillo se antepuso al de Dios. Minerva Mirabal desafió a uno de los dictadores más temidos y crueles de Latinoamérica. Un hombre acostumbrado a la adulación constante y a emplear los métodos más perversos para obtener cualquier cosa que se propusiera.
El 9 de enero de 1960 tuvo lugar la primera reunión del Movimiento Revolucionario 14 de Junio. La organización operaba de forma clandestina y contaba con pequeñas células que se extendieron progresivamente por todo el país. Minerva Mirabal y Manolo Tavárez (su esposo) eran miembros fundadores de este movimiento. Sus hermanas, Patria y María Teresa, y sus cuñados, Pedro González y Leandro Guzmán, también se comprometieron con la causa. Derrocar la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, aprobar una nueva constitución y celebrar elecciones libres eran algunos de los objetivos de la organización.
Los esbirros del dictador no tardaron en tomar medidas. La mayoría de los jóvenes involucrados con el movimiento revolucionario fueron perseguidos, encarcelados y torturados, física y psicológicamente. Minerva y María Teresa guardaron prisión en una de las cárceles más horrendas de la dictadura: La Cuarenta. Junto a ellas, fueron apresadas cinco mujeres que también eran opositoras del régimen. Las forzaron a presentarse desnudas delante de sus compañeros y las obligaron a presenciar las sesiones de torturas en las que éstos eran sometidos a crueles vejaciones.
El atentado orquestado por Trujillo para acabar con la vida del presidente venezolano Rómulo Betancourt (24 de junio de 1960), atrajo la atención de La Organización de los Estados Americanos (OEA). Trujillo empezó a sentirse presionado por el organismo internacional, no quería emprender acciones que llamaran demasiado la atención. El 9 de agosto de 1960, Minerva y María Teresa, que habían sido condenadas a tres años de prisión, fueron puestas en libertad bajo régimen de arresto domiciliario. Sólo tenían permiso para visitar a sus esposos.
El 8 de noviembre de 1960, Manolo Tavárez y Leandro Guzmán, esposos de Minerva y María Teresa respectivamente, fueron traslados de la cárcel de La Victoria (Santo Domingo) a la cárcel de Puerto Plata (zona norte de República Dominicana). Pedro González (esposo de Patria) permaneció en la prisión de Santo Domingo. “Trasladaron a los esposos para matarlas”, presintió doña Chea.
Diez días después del traslado, Minerva y María Teresa fletaron un carro y viajaron acompañadas por un chofer, dos mujeres y la niña pequeña de María Teresa. Era la primera vez que podían ver a sus esposos en la cárcel de Puerto Plata. —Dedé, ¿ves? vinimos sanas y salvas— dijo María Teresa a su hermana cuando regresaron de la visita. “Las cosas se van a arreglar, porque nosotras vamos a estar con ustedes dos veces a la semana, vamos a estar cerca”. Las hermanas trataron de reconfortar a sus esposos con la idea de alquilar una casa en Puerto Plata. Se despidieron de ellos con la ilusión de acortar la distancia que los separaba y con la promesa de regresar el próximo día de visita: el viernes 25 de noviembre.
Era noche cerrada. Las manecillas del reloj marcaban más de la nueve. Las muchachas no llegaban. —Ya a mis hijas me las mataron. Ya esto es lo último. Quién sabe a dónde me las han tirado —decía doña Chea, entre sollozos, mientras palpaba con las yemas de sus dedos las cuentas de un rosario. Una vez más, doña Chea no se equivocó: El jeep en el que viajaban sus hijas fue interceptado por un Pontiac de color azul y blanco. En el kilómetro 3 1/2, en el puente Marapicá de Puerto Plata, vieron que Patria Mirabal salió corriendo de un vehículo, gritando desesperada: “¡Socorro, auxíliennos, son caliés y nos van a matar! ¡Avisen a los Mirabal que nos van a matar!” A pesar de que su esposo permanecía preso en Santo Domingo, y a pesar de que su madre le suplicó con lágrimas en los ojos que pensara en sus hijos, que no fuera, Patria insistió en acompañar a sus hermanas.
Durante el juicio a los asesinos (27 de junio-25 de noviembre de 1962), José Gabriel Pérez —un repartidor de medicamentos que fue testigo del asalto— declaró que uno de los hombres que participó en el asesinato caminó hasta donde estaba estacionado el camión que conducía. Los amenazó, a él y a los tres hombres que lo acompañaban: “Tengan mucho cuidado con hablar, porque si no se joden. Esto es muy delicado, yo voy a tomar la placa del camión por si acaso”. Después de intimidarlos, el hombre arrastró a la mujer que, sujetándose con fuerza al manubrio del camión, pedía auxilio. Los asesinos tenían órdenes estrictas de cometer el crimen y simular un accidente de tránsito: las mataron a palos. Ciriaco de la Rosa, uno de los cinco autores materiales del crimen, confesó: “Después de apresarlas las condujimos al sitio cerca del abismo, donde ordené a Rojas Lora que cogiera palos y se llevara a una de las muchachas. Cumplió la orden en el acto y se llevó a una de ellas, la de las trenzas largas (María Teresa); Alfonso Cruz Valerio eligió a la más alta (Minerva), yo elegí a la más bajita y gordita (Patria), y Malleta al chofer (Rufino). Ordené a cada uno que se internara en un cañaveral a orillas de la carretera, separados todos para que las víctimas no presenciaran la ejecución de cada una de ellas”.
Pedro Genaro Rodríguez.
Era una tarde de domingo. Los niños jugaban en el patio frontal de la casa. De repente, una retahíla de insultos llamó la atención de doña Chea. “Mamá Chea es bruja”, murmuraban a veces sus nietos. La abuela podía salir inesperadamente de cualquier rincón, con el rosario en una mano y un cinturón en la otra, sin hacer el más mínimo alarde. Doña Chea caminó hasta al garaje, sigilosa, con toda su calma. Allí descubrió que sus nietos habían estado bombardeando a la gente que pasaba por la carretera con cáscaras de mandarinas. Un camionero montó en cólera. Se apeó del vehículo y comenzó a lanzar improperios contra los niños. La abuela trató de disculpar la travesura: “Es que ellos son medio locos porque a sus mamás se las mataron cuando estaban chiquitos”. Jacqueline perdió a María Teresa, Minou y Manolito a Minerva. Nelson, Noris y Fidel, a Patria. Los seis quedaron huérfanos de madre el mismo día. El día que mataron a las Mirabal, a las mariposas —como eran llamadas y como aún se las recuerda— doña Chea cerró la puerta principal de su casa. No volvió a abrirla nunca más. Veinte años de luto. Veinte años que le pesaban en los parpados, en los hombros, en las piernas y el pecho. Era tanto dolor, era tan grande la pena, que no se explicaba cómo podía seguir viviendo. Doña Chea no fue a la misa, no fue al entierro. Tampoco visitó las tumbas de sus hijas. “Nunca voy al cementerio, porque yo espero que vuelvan”, decía.
La mayoría de los datos históricos incluidos en este artículo, provienen de las memorias recogidas por Dedé Mirabal en el libro “Vivas en su jardín”.
sorayda.peguero@gmail.com
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