Para quien creció en un país comunista, los libros de Robert Conquest fueron, sin duda, una gran revelación.
En mi caso, dos de mis abuelos eran miembros del Partido, tal y como se le conocía entonces, sin tener siquiera que especificar cuál.
El padre de mi padre se unió poco después de la Revolución Rusa de 1917 y permaneció fiel –es la palabra más adecuada– durante las invasiones de Hungría y Checoslovaquia, impertérrito ante cada revelación y contrarrevolución.
En las cenas familiares en casa de mi abuelo en Bedlinog, Gales, los debates sobre el tema eran intensos e inútiles al mismo tiempo. Era como discutir con el creyente más devoto: cualquier argumento proveniente del Soviet Weekly o del Morning Star era palabra del Evangelio.
Mi abuelo tenía las obras completas de Stalin en su estantería, no muy desgastadas por la lectura, obviamente. Cuando mi abuela opinaba en la mesa que, seguramente, cometieron algún crimen durante la Unión Soviética, su marido le decía que dejara de decir “esas malditas mentiras”.
Mi padre recordaba el alivio que sintió cuando, siendo todavía un joven residente de su pueblo minero, Hitler traicionó a su antiguo aliado e invadió la Unión Soviética en 1941.
En ese entonces su familia temía terminar presa por sus ideas. Pero el Ejército Rojo terminó convirtiéndose en aliado de Gran Bretaña y los comunistas pasaron a ser los mayores defensores de la causa.
De acuerdo con su hijo, mi abuelo, un concejal comunista, recibió raciones adicionales de petróleo para recorrer los valles de Gales en busca de apoyo para la guerra.
Y esta “atmosfera religiosa” continuó también durante la Guerra Fría. Cualquier información poniendo en duda los logros de la Unión Soviética era automáticamente rechazada como “propaganda de la Guerra Fría”.
Cuando un disidente importante era encerrado en un hospital mental, la visión al respecto era que debía de estar loco si se le había ocurrido poner en entredicho los méritos del socialismo soviético.
Así que, para aquellos de nosotros que dudábamos de estas afirmaciones, la obra deRobert Conquest, “El Gran Terror: las purgas de Stalin de los años 30″, fue un trabajo extraordinario.
Este libro cambió la forma de pensar de algunos y disipó las dudas de otros (las mías incluidas) cuando fue publicado en 1968, año de la invasión soviética de Checoslovaquia, en respuesta a la Primavera de Praga.
En su obra, Conquest exponía los hechos sin adorno, de manera que éstos hablaban por sí solos, explicando con un lenguaje claro todos los detalles sobre las purgas y las ejecuciones.
Algunos soviéticos se burlaron de estos datos –y muchos todavía lo hacen– pero no pudieron encontrar ningún error; Conquest fue muy meticuloso en su investigación.
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- Iosif (José) Vissarionovich Dzhugashvili adoptó el nombre de Stalin, que significa “el hombre de acero”.
- Estudió para ser sacerdote, pero abandonó el seminario y no se presentó a los exámenes finales.
- Tras la muerte de Lenin, se promocionó a sí mismo intensamente para convertirse en líder de la Unión Soviética.
- Durante el Gran Terror o la Gran Purga de Stalin, alrededor de 750.000 personas fueron ejecutadas sumariamente.
- Stalin jugó un papel decisivo en laderrota de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.
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Cuando, finalmente, los archivos soviéticos salieron a la luz, las descripciones de Robert Conquest se mantuvieron intactas. Podía haber un debate en torno a las cifras –el número preciso de víctimas de Stalin– pero no sobre los hechos presentados.
Conquest explicó cómo cientos de miles de personas habían sido asesinadas por la policía secreta soviética en cuestión de meses, entre 1937 y 1938.
Supimos cómo las purgas de oficiales, llevadas a cabo por un paranoico Stalin, eran tan feroces que ponían en peligro al propio Ejército Rojo.
En su libro, Conquest describió cómo, en un sólo día, el 12 de diciembre de 1937, Stalin y su secuaz, Molotov,aprobaron personalmente las sentencias de muerte de 3.167 personas. Y después se fueron al cine.
Los detalles eran irrefutables.
Y entonces, Conquest volvió a hacerlo, con “La Cosecha del dolor: la colectivización soviética y la hambruna de terror”, un libro sobre la escasez en Ucrania entre 1932 y 1933, causada por una política agrícola estúpida y vengativa, llevada a cabo por Stalin con un fin absolutamente destructivo.
Conquest documentó lo que pasó en los pueblos. Describió el canibalismo y la inanición.
Durante la preguerra, el periodista galés Gareth Jones viajó por Ucrania y constató la verdad de la hambruna. Publicó varios artículos sobre ello en 1933.
Pero había voces en contra que tenían más poder que él, como la del corresponsal en Moscú del New York Times,Walter Duranty, quien se dedicó a divulgar propaganda a favor de Stalin.
“Las condiciones son malas, pero no hay hambruna”, escribió Duranty. Y, en cuanto a la política de Stalin, dijo que “no se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos”.
Cuando los libros de Robert Conquest vieron la luz, se hizo evidente que Duranty estaba equivocado y Jones tenía razón.
Había un elemento de fe en torno a la Guerra Fría. Los comunistas desilusionados hablaban de un dios muerto y no hay duda de que los ultra fieles negarían la evidencia incluso aunque la tuvieran delante de sus propios ojos.
Cuando Stalin fue denunciado por Nikita Khrushchev en 1956, mi abuelo sufrió un shock nervioso. Las obras completas de Stalin fueron escondidas detrás del televisor.
Mi abuelo murió justo cuando la Unión Soviética colapsó. Estaba demasiado confuso en su vejez para darse cuenta de que su dios había muerto. Nunca leyó los libros de Conquest. Los habría juzgado como la más despreciable propaganda de Guerra Fría.
Dicen que el escritor mexicano Octavio Paz opinó que los libros de Conquest “cerraron el debate” en torno al estalinismo. Esto no es cierto. La nostalgia por el monstruo continúa, quizás incluso en la Rusia de hoy en día.
Sin embargo, los libros de Conquest abrieron los ojos de aquellos que tenían la mente abierta. Yo lo sé. Lo recuerdo.
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