Un libro analiza los gustos culinarios y las manías gastronómicas de déspotas de todo el mundo
BEGOÑA GÓMEZ URZAIZ Barcelona 12 AGO 2015 - 00:02 CEST
Mao Zedong
Los gustos culinarios de los dictadores ponen en evidencia sus excesos y su compleja relación con la comida. Las cenas que Stalinmantenía en su dacha con los principales dirigentes soviéticos duraban seis horas e incluían juegos que siempre acababan con los comensales —todos los que no eran Stalin— humillados. Mussolini, quien odiaba la pasta, tenía un desinterés por los alimentos muy poco italiano; solía tomar una ensalada hecha a base de ajos crudos aliñados con aceite y limón. Y Sadam Hussein se ponía metafórico al comer olivas: decía que escupía el hueso igual que algún día escupiría a los israelíes de Oriente Medio. Al mandatario iraquí le preparaban la comida cada día de forma simultánea en sus 12 residencias, porque no se sabía en cuál de ellas se presentaría.
Leyendo el libro Dictator’s Dinners. A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants (Gilgamesh Publishing) se aprende todo eso y más. La obra incluye una treintena de recetas con los platos preferidos de cada déspota, por si a alguien le apetece cocinar en casa un cuscús con carne de camello a lo Muamar Gadafi una ensalada de pescado estilo Pol Pot, o el pichón relleno de lengua y pistachos que hacía perder el sentido a Hitler. Este, por cierto, no era un vegetariano tan estricto como se piensa a veces, si bien comía poca carne por influencia de Richard Wagner,, quien sostenía que el buen pueblo alemán jamás habría sido omnívoro de no ser por la influencia judía.
Francisco Franco: merluza y bocadillos de delfín
En Dictator's dinners, atribuyen a Francisco Franco una actitud “mortalmente seria” hacia la comida y subrayan su obsesión por la caza y la pesca. Algo que le separaba de sus congéneres fascistas Hitler y Mussolini ya que, al contrario que estos dos, Franco creía que el vegetarianismo era una tendencia peligrosamente socialista.
La cocina en El Pardo era españolísima y burguesa, como demostraron los menús mecanografiados que vieron la luz el año pasado y que supervisaba Carmen Polo. A Franco le gustaba la ternera, el cocido, la sopa al cuarto de hora, que se hace con merluza, almejas y mejillones, y los huevos a la Aurora, rellenos y cubiertos con bechamel. Nada de aquello pasaba por las mesas de la mayor parte de los españoles durante los duros años de la posguerra. Entonces, a Franco le pareció una genuina buena idea la ocurrencia de José Luis Arrese, que después sería ministro de Vivienda, de dar “bocadillos de carne de delfín” a los pobres para paliar la hambruna, según se recoge en su correspondencia con Serrano Suñer.
Aun hoy está bastante extendida la probable leyenda urbana de que se debe a Franco la costumbre de servir paella los jueves en los restaurantes de menú. Se dice que ese era el día de la semana en que el dictador se plantaba en los restaurantes de Madrid sin avisar y entraba en cólera si no tenían arroz.
Victoria Clark y Melissa Scott, dos veteranas periodistas británicas que han trabajado como corresponsales en lugares donde los dictadores campaban a sus anchas como Irak o Rumania, decidieron durante una sobremesa escribir el libro. “Estábamos hablando de cuestiones de actualidad internacional. La idea se nos presentó y decidimos ponernos a ella de inmediato”, dicen. El volumen, publicado hace unos meses en Reino Unido, ha sido traducido a varios idiomas (al castellano, de momento, no) y ahora sus autoras preparan una secuela que se editará en otoño, dedicada a las últimas cenas de varios personajes ilustres.
De su excursión a la despensa de 26 jefes de Estado ya muertos o retirados —ni Fidel Castro ni el etíope Mengistu Haile Mariam, que también salen en el libro, se encuentran ya nominalmente el poder— se puede decir que la historia da la razón a esa moderna frase que asegura que “eres lo que comes”. Y que pocas cosas explican tanto a una persona como lo que pone en su plato en la intimidad de su casa, o de su palacio presidencial.
Entre la selección, hay un puñado de dictadores ascéticos, comoAntonio de Oliveira Salazar. . Soltero recalcitrante —no había más esposa que Portugal, sostenía— y ahorrador, desayunaba café de cebada y una tostada a palo seco y su plato preferido eran las sardinas a la brasa con frijoles, una timidísima revancha contra la pobreza que sufrió en la infancia, cuando tenía que compartir un solo boquerón con sus hermanas.
Mussolini también entra en el campo de los austeros. Si bien hizo de la producción de trigo un emblema de la Italia fascista y hasta llegó a escribir un poema al pan —“orgullo del trabajador, poema del sacrificio”—, rechazaba la carne y el vino como muestra de estoicismo. “Tenía problemas de estómago y no podía permitirse ser autoindulgente, pero lo que le gustaba era esa idea del macho que sabe negarse los placeres”, defienden las autoras.
Las mejores viandas
Son la excepción. La mayoría de dictadores usó su ilimitado dominio para procurarse las mejores viandas. Clark lo achaca a que “muchos de ellos venían de orígenes humildes y al llegar al poder estuvieron encantados de poderse dar estos lujos. Por fin podían tomar champán para desayunar, como hacía el congoleño Mobutu Sese Seko, o bistecs, como Ceaucescu. Al yugoslavo Tito también le encantaban la comida y el oropel. Él era, de alguna manera, el comunista glamuroso”.
Aunque es conocida la afición por el buen comer del cubano Fidel Castro, que tiene opiniones muy precisas sobre cómo hay que cocinar la langosta —11 minutos al horno o seis minutos si se hace a la brasa en un espeto, para aliñar después con mantequilla, ajo y limón— y en su día dilapidó millones de pesos en sus intentos de producir whisky y foie gras en Cuba, Clark no duda en conceder el dudoso título honorífico de “tirano más aficionado a la gastronomía” a Kim Jong-Il. El mandatario norcoreano enviaba a su chef por todo el mundo para que le consiguiera caviar iraní, mangos tailandeses, salchichas danesas y unos pasteles de arroz japoneses especiados con artemisa que podían costar hasta 100 euros la unidad. El Querido líderempleaba a un chef sólo para hacerle el sushi. Jenki Fujimoto contó en un libro en el que revelaba los excesos de su exjefe que a éste le gustaba comerse el pescado “tan fresco que aún boqueaba y movía la cola”.
De Kim Jong-Il se decía también que era el cliente más importante del coñac Hennessy. Tenía almacenadas botellas por valor de más de 700.000 euros que atesoraba en su multimillonaria bodega.
Aunque quizá su mayor extravagancia era obligar a varias decenas de mujeres a seleccionar cada grano de arroz que ingería, para que todos fuesen del mismo tamaño y del mismo color. Después, se lo cocinaban sobre fuego vivo utilizando sólo leña de un tipo de árboles específicos, que crecen en las proximidades de la frontera con China. Otro dictador asiático, Mao Zedong, compartía esa obsesión. Su arroz se recolectaba en una granja especial para su consumo, regada por el mismo manantial que había proveído a la antigua corte imperial.
Temor al veneno
Las autoras se han aplicado en la investigación de los detalles domésticos de cada dictador, pero admiten que con algunos resulta difícil separar la realidad de la leyenda. Ellos mismos se cuidaron bien de propagar mitos sobre sus hábitos alimenticios que les hicieran parecer aun más temibles. De ahí las dudas en torno al supuesto canibalismo del general ugandés Idi Amin y de Jean Bedel Bokassa, el dictador que se autocoronó emperador de la actual República Centroafricana en una ceremonia inspirada en la de Napoleón. “Ambos han sido exonerados de comer carne humana, y en el caso de Bokassa hubo incluso un juicio en el que llamaron a testificar a su cocinero, pero a la vez es perfectamente posible que lo hicieran. Y si no, es una buena táctica hacérselo creer a sus enemigos, para hacerles temblar”, comenta Clark.
A la autora le llama también la atención encontrarse con leyendas similares en distintos países: “A menudo, al buscar información sobre los dictadores latinoamericanos, se asegura que bebían sangre de recién nacidos para mantenerse jóvenes. Se decía del dominicano Trujillo y del paraguayo Stroessner”.
Para casi todos los mandatarios, la comida era su mayor placer y, a la vez, su principal fuente de ansiedad, pues temían morir envenenados. Controlaban de forma obsesiva lo que comían y muchos tenían en nómina a varios probadores de alimentos. En una ocasión, Uday, el sanguinario hijo de Sadam Hussein, golpeó a uno de ellos hasta matarlo y su padre le castigó con una paliza y varias semanas en la cárcel. Y a continuación, seguramente, se fue a degustar una carpa a la brasa. Untada con pasta de tamarindo y su poquito de cúrcuma.
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