JESUS HERNANDEZ CUELLAR
Hoy la ofensiva va contra México y los inmigrantes mexicanos, mañana contra el senador republicano John McCain, más tarde contra la periodista y abogada Megyn Kelly de Fox News y contra la actriz y comediante Rosie O'Donnell, y antes contra un editorial del diario The Des Moines Register por pedirle que retirara su candidatura. Y así, en una espiral de adjetivos despectivos contra personas, países e instituciones, el magnate inmobiliario Donald Trump ha conducido hasta ahora su campaña electoral como aspirante a la candidatura presidencial republicana. Nada se sabe exactamente de sus planes, en caso de que tenga alguno, para mejorar la calidad de la educación, para desarrollar la economía nacional, para fortalecer la diezmada clase media, para ampliar las investigaciones científicas y tecnológicas, o para seguir adelante con la conquista del espacio. Su agenda palpable, hasta ahora, es ser presidente mediante furiosos ataques contra otras personas. Esa conducta da pie a una serie de preguntas, pero tal vez la más importante sea ésta: ¿es Donald Trump un dictador potencial?
Desde finales del siglo XVIII, los fundadores de Estados Unidos sentaron la bases democráticas del país con instituciones tan sólidas, que la nación norteamericana nunca ha vivido una dictadura. Pero esto último no significa que no haya personalidades con inclinaciones dictatoriales, desde magnates de ciertas industrias multimillonarias hasta líderes sindicales que dominan masas enteras de trabajadores, sin dejar de mencionar a líderes comunitarios y religiosos. Estados Unidos tiene feudos extraordinariamente grandes y poderosos, que permiten a algunas de esas personas dar rienda suelta a sus ímpetus dictatoriales, ya sea a través del dinero o a través del poder, sin que la nación tenga que pasar por la vergüenza de tener a uno de ellos sentado en la Oficina Oval de la Casa Blanca.
Hasta ahora, la sabiduría del votante estadounidense ha mantenido intacta la base institucional del país. Nadie está por encima de la ley, aun cuando en ocasiones la justicia cometa errores. El presidente de Estados Unidos, quienquiera que sea, recibe una salario anual de 400 mil dólares, con casi todos sus gastos pagados por el gobierno. También el presidente tiene responsabilidades y preocupaciones que deterioran su salud y lo llenan de canas. Muchos líderes de esos feudos extraordinariamente grandes y poderosos, reciben miles de millones de dólares en ganancias y salarios ejecutivos, y manejan cientos, miles y hasta decenas de miles de empleados dentro y fuera de Estados Unidos. Bien por ellos. Vuelan en aviones parecidos al Air Force One del presidente -Donald Trump tiene tres y un helicóptero-, y tienen todas las garantías legales para desarrollar sus respectivas empresas, con el propósito de crear riquezas y empleos. De manera que para esos líderes, ser presidente de Estados Unidos no es una meta necesariamente atractiva.
Sin embargo, hay excepciones. El magnate Ross Perot se presentó como candidato presidencial independiente en 1992, tres años después, en 1995, fundó su propio Partido de la Reforma y se presentó como candidato del mismo en 1996. Muchos piensan que Bill Clinton le debe la presidencia a este hombre, que arrebató una enorme cantidad de votos al entonces presidente y candidato republicano George Bush padre la primera vez y al senador republicano Bob Dole, la segunda. En 1992, Perot hizo campaña en 16 estados a un costo de 12.3 millones de dólares de su propio bolsillo. Al final de la jornada, recibió el 18.9% del voto popular convirtiéndose en el candidato independiente más exitoso desde la victoria de Theodore Roosevelt en 1912, pero no recibió ni un solo voto electoral. Las anécdotas sobre Perot como dictador potencial, ciertas o falsas, recorrieron Estados Unidos de costa a costa durante sus campañas electorales.
Si uno se propone comparar a Perot con Trump, hay algo básico a tomar en cuenta. Perot tenía una plataforma política discutible pero seria. Trump no la tiene. Su página web de campaña, www.donaldjtrump.com, con el título de Donald Trump for President, es un monumento al ego sin un solo punto importante, mucho menos una plataforma política. Y para ser precisos, Trump no tiene la culpa de no tener una plataforma. Los líderes políticos de Estados Unidos, entre ellos el presidente Barack Obama y sus críticos republicanos, no han puesto en marcha, en la práctica, una plataforma de prosperidad real para la nación, por lo cual la decepción de los votantes es notable. La desilusión política es campo minado para una sociedad, y muy fértil para los amantes del poder.
Por eso, quienes piensan que Trump es un dictador potencial, podrían tener razón. El magnate, con cuatro bancarrotas empresariales en su historial, no se expresa como normalmente lo haría un servidor público. No ataca ideas, no ataca fracasos con soluciones. Ataca a personas con palabras hirientes. Así han funcionado muchos dictadores que hemos conocido en diferentes épocas y latitudes, desde Adolfo Hitler, Benito Musolini, Saddam Hussein y Moamar Gadafi, hasta Rafael Leónidas Trujillo, Fidel Castro y Nicolás Maduro. Esa es la razón por la que la conducta de Trump despierta muchas sospechas.
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