Las recientes críticas de Obama a los presidentes que se eternizan en el poder pone al descubierto uno de los principales motivos de malestar social en África
“No entiendo por qué quieren quedarse tanto tiempo, especialmente cuando tienen tanto dinero”, dijo el pasado 27 de julio Barack Obama ante la asamblea general de la Unión Africana. El presidente estadounidense metió el dedo en la llaga al referirse a la tentación de los presidentes africanos de eternizarse en el poder, un problema no exclusivo de este continente, pero en el que existen buenas muestras. Obama, sin duda, tenía en la cabeza el reciente ejemplo de Pierre Nkurunziza, el presidente burundés que acaba de ganar unas elecciones para un tercer mandato presidencial en medio de una gran violencia, pero entre los presidentes más longevos de África hay viejos conocidos (y amigos) de EE UU. Como era de esperar, sus palabras han provocado reacciones de rechazo en muchas capitales africanas que le acusan de pretender “dar lecciones” y de desconocer “las especificidades de cada país”.
Dejando a un lado el caso excepcional de Mohamed Abdelaziz, presidente desde 1976 del estado sin territorio de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), el ránking de presidentes eternos lolidera el ecuatoguineano Teodoro Obiang Nguema, que estos días celebra su 36º aniversario en el poder. Esta dictadura en la que se reprime y encarcela a opositores y que periódicamente celebra elecciones con un resultado más que previsible cuenta con un inestimable y viscoso sostén: el petróleo. Guinea Ecuatorial es, tras Nigeria y Angola, uno de los grandes productores de crudo de África subsahariana.
Es precisamente la empresa estadounidense Exxon Mobil la que extrae buena parte del petróleo ecuatoguineano (acaban de celebrar los mil millones de barriles en 20 años) que deja, a cambio, enormes beneficios que, según las críticas coincidentes de oposición y asociaciones de Derechos Humanos, van a parar a los bolsillos del presidente y su entorno familiar.
Apenas cuatro semanas después de la subida al poder de Obiang en 1979, José Eduardo Dos Santos hacía lo propio en Angola, lo que le sitúa como el segundo presidente más longevo. También es el crudo, explotado sobre todo por empresas chinas y estadounidenses, el que ha permitido a Dos Santos reforzar su poder en un país que vivió 27 años de guerra civil y que hoy no es precisamente un paraíso de libertad. Las detenciones de raperos, periodistas y activistas de Derechos Humanos son moneda común. No mucho mejor es la situación de Camerún, donde Paul Biya lleva casi 33 años en el sillón presidencial asediado por la corrupción que corroe a su Administración, pero ganando elección tras elección entre acusaciones de fraude.
Los otros dos presidentes africanos perennes, ambos a punto de cumplir 30 años en el cargo, son el ugandés Yoweri Museveni, gran aliado de EE UU y Occidente en la convulsa región de los Grandes Lagos, y el actual presidente de la Unión Africana, el zimbabuense Robert Mugabe, más conocido por haber conducido a su país a una grave crisis económica y por sus costosas excentricidades que por su glorioso pasado de líder antiapartheid. Tras ellos, otros cuatro jefes de Estado gobiernan con mano de hierro y con poco o ningún margen para un posible relevo desde hace más de dos décadas: Omar Al-Bashir en Sudán, Idris Déby en Chad, Isaías Afewerki en Eritrea y Yahya Jammeh en Gambia.
Aunque la tolerancia a las dictaduras es cada vez menor en África y la tentación de forzar la ley para eternizarse en el poder ya ha llevado a tres presidentes a ser derrocados en el último lustro, Mahamadou Tandja en Níger, Abdoulaye Wade en Senegal y el caso más reciente de Blaise Compaoré en Burkina Faso, lo cierto es que otros se aferran al poder reformando sus constituciones, como acaba de hacer Nkurunziza en Burundi y pretenden Denis Sassou-Nguesso en Congo, Paul Kagame en Ruanda y Joseph Kabila en la República Democrática del Congo.
Kabila es además miembro del selecto club de dinastías republicanas continentales en el que hijos de jefes de Estado toman el poder directamente de sus padres y perpetúan mandatos familiares que se prolongan décadas, como también han hecho Faure Gnassingbé en Togo y Ali Bongo en Gabón.
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