EDITORIAL del pais
El asesinato de dos periodistas en EEUU y su difusión por las redes no pueden ser otro hecho al que se acostumbre la audiencia
El asesinato, durante una retransmisión televisiva en directo, de los dos periodistas estadounidenses Alison Parker y Adam Ward muestra las peligrosas consecuencias de una letal combinación de elementos que, aunque no sean iguales, comienzan a abundar en EE UU y el resto del mundo occidental.
En primer lugar —y esta es una característica estadounidense— el crimen es una nueva prueba del daño que causa el libre acceso a las armas por parte de la sociedad en general. El que personas que no pertenecen a las Fuerzas Armadas o cuerpos de seguridad puedan adquirirlas como si fueran electrodomésticos o prendas de vestir dispara exponencialmente el número de víctimas mortales en hechos violentos y el miedo de la ciudadanía a morir absurdamente en cualquier incidente. Es una obviedad sobre la que no está de más insistir: cuantas menos armas haya en la calle, menos personas morirán.
En segundo lugar, el asesino ha utilizado las redes sociales como inmensa caja de resonancia. Dado que se ha suicidado, no se sabrá si también fueron un motivador. Las redes constituyen una realidad de la que conviene no olvidar nunca ni su lado oscuro ni el profundo daño del que a veces se convierten en canales. El autor del doble crimen lo anunció con premeditación y, tras cometerlo, lo subió a Internet para que fuera difundido, sabedor —como efectivamente fue— de que las terribles imágenes de la muerte de dos inocentes llegarían en cuestión de minutos a todo el mundo. La conectividad inmediata es un gran avance, pero desgraciadamente también es el sueño de cualquier narcisista megalómano. Sus 23 folios de autojustificación no son sino un buen ejemplo de ello.
Un último elemento de reflexión es si la exposición constante del espectador a asesinatos y barbaries no termina haciéndolo menos sensible a la gravedad de los hechos. La muerte de un ser humano no puede ser un espectáculo
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