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El 11 de agosto al presidente norteamericano Donald Trump, la prensa le preguntó cuál era su postura con respecto a Venezuela. Su respuesta fue:
“La gente está sufriendo y está muriendo. Tenemos muchas opciones en Venezuela, incluyendo una posible opción militar en caso de ser necesario”. Especificó, que se estudiaría tal medida si “la situación continúa deteriorándose y se convierte en un desastre”.
Como es sabido, Venezuela está en manos de una banda de delincuentes, que han convertido a esa nación sudamericana en un Estado criminal. Allí la gente es asesinada vilmente, torturada y detenida arbitrariamente por las fuerzas gubernamentales, tanto las formales como informales (los “colectivos”). Abundan los videos caseros por Internet, que atestiguan el desenfreno salvaje y el sadismo de esta dictadura. Así que nadie puede hacerse el distraído. Quienes apoyan al chavismo –ya sea dentro o fuera de Venezuela- no sólo son cómplices, sino que también revelan su auténtico ser íntimo.
Además, los habitantes agonizan por falta de alimentos y medicinas; el gobierno -en una actitud bestial- se niega a aceptar ayuda humanitaria internacional. Los habitantes llevan una vida miserable y mueren infamemente; las autoridades viven en medio de una opulencia impúdica.
La cúpula gobernante da la sensación de ser un enorme gato, que con sus garras juega con los ratoncillos antes de zampárselos.
Lo que se vive actualmente en Venezuela, es comparable a la Alemania nazi, a Rusia (ya sea bajo los zares o el estalinismo), a la masacre en Bosnia-Herzegovina, o el genocidio perpetuado en Camboya por los Jemeres Rojos dirigidos por Pol Pot.
Por tanto, es indudable que si Jorge Luis Borges aún viviera, el chavismo constituiría uno de los capítulos centrales de su Historia universal de la infamia.
Los dichos de Trump -más allá de que parecieron ser el fruto de su impetuosidad más que de una serena reflexión- plantean un dilema de profundas raíces éticas y filosóficas: Cuando un gobierno o un grupo masacra a la población o a un sector específico de ella, ¿es política y moralmente correcto la intervención militar extranjera para evitar que lo sigan haciendo impunemente?
Si nos guiáramos por el corazón, la respuesta surge de inmediato: No sólo es correcto sino incluso un imperativo moral frenar esa matanza.
Sin embargo, al analizar detenidamente la experiencia histórica y los resultados obtenidos, el panorama ya no se presenta tan cristalino. Tomemos como ejemplo lo ocurrido en Irak. Como se recordará, el ex presidente estadounidense George W. Bush, en un discurso público en el cual fundamentaba la inminente intervención militar al país mencionado, entre otras cosas expresaba: Vamos a “destruir el aparato de terror (erigido por el dictador Saddam Hussein) y vamos a ayudarlos a construir un nuevo Irak, próspero y libre”. Un lugar donde no faltarán “la comida ni las medicinas que ustedes necesitan”. Tras nuestra intervención militar, surgirá un “Irak donde reine la libertad”, donde “no se ejecute más a los disidentes, ni se torture, ni los represores violen a los detenidos”.
Bush terminó su discurso con estas altisonantes palabras: “El tirano pronto se habrá ido. El día de vuestra liberación está cerca”.
Sin embargo, la realidad que sobrevino tras el derrocamiento de Hussein, está a una distancia sideral de la idílica imagen pintada por Bush. Hoy en día la situación reinante en Irak, es tal vez peor que la que predominaba en tiempos del dictador Hussein.
Pero en otros casos como en la Alemania nazi o en Camboya, la presencia militar extranjera fue de gran utilidad.
En consecuencia, vemos que el dilema ético y de política internacional que plantea una potencial intervención militar de Estados Unidos en Venezuela, es complejo y de difícil solución.
Quizás, el remedio más eficaz, sea la conjunción de los esfuerzos de los propios venezolanos por expulsar del poder a Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y demás secuaces, junto a la creciente presión diplomática internacional en la misma dirección.
Las palabras de Trump tuvieron inmediatas repercusiones. Entre ellas, vale la pena mencionar a José Miguel Vivanco -director ejecutivo de Human Rights Watch- quien las definió como “la estupidez que dijo Trump”. A su entender, “desde que Chávez lo nombró su heredero, nadie le había hecho un regalo tan grande a Maduro”, dado que le ha dado pie para impulsar su retórica antiimperialista con respecto a Estados Unidos.
Nosotros discrepamos con Vivanco. A nuestro entender, el hecho de que Trump haya traído a colación el tema de la intervención militar foránea en Venezuela, es una magnífica oportunidad para analizar con rigurosidad intelectual la realidad imperante en esa nación, desde que el extinto Hugo Chávez tomó las riendas del poder.
Una actitud que, por cierto, no asumieron los gobernantes de nuestro continente y otras regiones. En general, reaccionaron ante las palabras “intervención militar” por reflejo condicionado, al igual que los perros de Pavlov.
En efecto, las reacciones alrededor del mundo fueron unánimes en el sentido de repudiarla. Por ejemplo, la Cancillería colombiana libró un comunicado donde se expresa: “rechazamos medidas militares y el uso de la fuerza en el sistema internacional. Todas las medidas deben darse sobre el respeto de la soberanía de Venezuela a través de soluciones pacíficas”. Y el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China, Hua Chunying, declaró que “Todos los países deben conducir sus relaciones bilaterales sobre la base de la igualdad, el respeto mutuo y la no injerencia en los asuntos internos del otro”.
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