Por Fabio Herrera Miniño
Los años del siglo XXI han sido el fondo del desorden en que está sumido el pueblo dominicano, con todos sus valores morales colapsados y en franco deterioro. Cada día nos asusta la frecuencia de los actos de agresión y liquidación de vidas. Estamos frente a una ratería rampante y peligrosa, que las autoridades, impotentes, la han dejado crecer. No quisiera pensar que es hasta por conveniencias políticas.
La alarma ciudadana cunde por doquier. Las pruebas es de ver cómo en determinados sectores hay un toque de queda desde las primeras horas de la noche. Los colmados, tradicionales abastecedores de los residentes en los barrios y para los alimentos de última hora, cierran sus puertas temprano en la noche. Algunos han sido asaltados más de tres veces en menos de un mes.
Se hacen intentos para enfrentar la oleada de la delincuencia. El factor común es la represión y la decisión de las autoridades de aumentar el patrullaje lanzando los soldados a las calles o enganchando más civiles a la policía, que al decir de su jefe, hay unos dos mil que no se saben dónde están ubicados.
La estrategia oficial se basa en la represión, atacando con disimulo para ocultar las medidas radicales. Existe una opinión pública muy celosa para que no haya delincuencia, pero le amarran los brazos a las autoridades por aquello de la observancia de los derechos humanos y del simpático Código Procesal Penal tan favorable a los violadores de la ley. La osadía de los delincuentes va aumentando en razón directa al tiempo que se corrompe el sistema judicial, cundida de muchos jueces venales que desafían las leyes y el qué dirán, burlándose de las mismas y de la sociedad.
El descalabro social, por ese auge de la delincuencia, viene determinado por la forma tan peculiar de pensar de la clase política dominante. La misma está enquistada en los grupos sociales de administrar recursos públicos que lo utilizan a discreción, hasta para asegurar el continuismo. El sector político, con sus acciones, ha estimulado el derrumbe social y ha alentado el fuego de la inconformidad con el consiguiente aumento de la agresión a las vidas y propiedades.
Los grupos marginados, con pocas oportunidades de estudiar o de trabajar, provienen de hogares desbaratados en que solo la madre es la que atiende a los hijos, ni los padres le hacen caso o en el otro extremo los niños están arrimados a parientes. Entonces ven de cómo los sectores oficiales y los privados de poder derrochan recursos para darle satisfacción hedonista al grupo social dominante y consumista. Con las demostraciones de ese sector de poder económico y político estimula a que se incube un severo rechazo a ese sector, que se ha apropiado de todos los recursos para dejarlos a los pobres sin nada para vivir. Las autoridades, las iglesias, los medios de opinión, las ONG de asistencia y educación, en fin un sólido núcleo de entidades han querido abordar el problema para frenar el colapso social dominicano. Existe un aumento desmedido de la delincuencia pero las acciones no han alcanzado ningún éxito ni siquiera un respiro en el derrotero por donde se hunde el país.
Desde que el núcleo familiar se desintegró con la salida del hogar de las madres para ir trabajar, se inició el resquebrajamiento de la familia. Se ha seguido el mismo paso de otras naciones en situaciones similares. Se revela un apéndice subyacente de cómo los responsables acarician aplicar medidas draconianas para enfrentar el problema. Pero el egoísmo personal hace que nadie quiere ver disminuir su nivel de opulencia y buen disfrute de la vida.
En consecuencia, los programas y políticas de ataque a la delincuencia, se conciben en mantener a los gobernantes, políticos y empresarios en un plano muy superior e inalcanzable para los pobres. Estos se enrolan masivamente en las filas de la delincuencia. Las castas superiores que controlan al país no ceden en sus buenas posiciones para continuar disfrutando de sus abultados ingresos. Solo saben recurrir, que a nombre de la paz social, se necesita un nuevo pacto fiscal. Todos sabemos lo que eso implica aun cuando desde ya los responsables se dan golpe de pecho de que no habrá ningún aumento en los impuestos.
La alarma ciudadana cunde por doquier. Las pruebas es de ver cómo en determinados sectores hay un toque de queda desde las primeras horas de la noche. Los colmados, tradicionales abastecedores de los residentes en los barrios y para los alimentos de última hora, cierran sus puertas temprano en la noche. Algunos han sido asaltados más de tres veces en menos de un mes.
Se hacen intentos para enfrentar la oleada de la delincuencia. El factor común es la represión y la decisión de las autoridades de aumentar el patrullaje lanzando los soldados a las calles o enganchando más civiles a la policía, que al decir de su jefe, hay unos dos mil que no se saben dónde están ubicados.
La estrategia oficial se basa en la represión, atacando con disimulo para ocultar las medidas radicales. Existe una opinión pública muy celosa para que no haya delincuencia, pero le amarran los brazos a las autoridades por aquello de la observancia de los derechos humanos y del simpático Código Procesal Penal tan favorable a los violadores de la ley. La osadía de los delincuentes va aumentando en razón directa al tiempo que se corrompe el sistema judicial, cundida de muchos jueces venales que desafían las leyes y el qué dirán, burlándose de las mismas y de la sociedad.
El descalabro social, por ese auge de la delincuencia, viene determinado por la forma tan peculiar de pensar de la clase política dominante. La misma está enquistada en los grupos sociales de administrar recursos públicos que lo utilizan a discreción, hasta para asegurar el continuismo. El sector político, con sus acciones, ha estimulado el derrumbe social y ha alentado el fuego de la inconformidad con el consiguiente aumento de la agresión a las vidas y propiedades.
Los grupos marginados, con pocas oportunidades de estudiar o de trabajar, provienen de hogares desbaratados en que solo la madre es la que atiende a los hijos, ni los padres le hacen caso o en el otro extremo los niños están arrimados a parientes. Entonces ven de cómo los sectores oficiales y los privados de poder derrochan recursos para darle satisfacción hedonista al grupo social dominante y consumista. Con las demostraciones de ese sector de poder económico y político estimula a que se incube un severo rechazo a ese sector, que se ha apropiado de todos los recursos para dejarlos a los pobres sin nada para vivir. Las autoridades, las iglesias, los medios de opinión, las ONG de asistencia y educación, en fin un sólido núcleo de entidades han querido abordar el problema para frenar el colapso social dominicano. Existe un aumento desmedido de la delincuencia pero las acciones no han alcanzado ningún éxito ni siquiera un respiro en el derrotero por donde se hunde el país.
Desde que el núcleo familiar se desintegró con la salida del hogar de las madres para ir trabajar, se inició el resquebrajamiento de la familia. Se ha seguido el mismo paso de otras naciones en situaciones similares. Se revela un apéndice subyacente de cómo los responsables acarician aplicar medidas draconianas para enfrentar el problema. Pero el egoísmo personal hace que nadie quiere ver disminuir su nivel de opulencia y buen disfrute de la vida.
En consecuencia, los programas y políticas de ataque a la delincuencia, se conciben en mantener a los gobernantes, políticos y empresarios en un plano muy superior e inalcanzable para los pobres. Estos se enrolan masivamente en las filas de la delincuencia. Las castas superiores que controlan al país no ceden en sus buenas posiciones para continuar disfrutando de sus abultados ingresos. Solo saben recurrir, que a nombre de la paz social, se necesita un nuevo pacto fiscal. Todos sabemos lo que eso implica aun cuando desde ya los responsables se dan golpe de pecho de que no habrá ningún aumento en los impuestos.
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