11 de junio de 2016 - 12:09 am -
La mejor manifestación de su bizarría fue olvidarse de sus privilegios – gobernador provincial, inspector de ferrocarriles o subsecretario de Estado – y volverse contra Trujillo por el referido asesinato
La opinion de Pablo Jimenez
En un gran aprieto o dilema estarán los historiadores dominicanos cuando al intentar posicionar ante la Historia nacional la tornadiza figura del recientemente fallecido general Antonio Imbert Barrera, juzguen la misma no en atención a una actitud asumida en un momento determinado de su vida sino en base a las conductas tomadas bajo diferentes circunstancias, épocas, de su nonagenaria existencia.
Al leer que el descenso de su ataúd en el cementerio Puerta del cielo estuvo a cargo de seis coroneles de las Fuerzas Armadas Dominicanas; que tres supertucanos sobrevolaron el camposanto y que se decretaron tres días de duelo nacional por su muerte, pienso en la sublevación ósea que en otros cementerios experimentaron los restos de las víctimas del llamado gobierno de Reconstrucción Nacional y de los opresivos regímenes del Dr. Balaguer.
Los dominicanos somos por lo general muy dados a conceder calificativos pomposos y resonantes a quienes nos deslumbran por una postura o disposición, conceptuando de héroes, próceres, megadivas, máximo líder, campeón, perínclito, prohombre o simplemente príncipe a cualquiera que sobresalga dentro de la chatura y mediocridad propias del medio en el cual convivimos.
Antes del 30 de mayo 1961 el Sr. Imbert no era un desafecto público de la dictadura trujillista – todo lo contrario – y reiteradamente declaró que fue el asesinato de las hermanas Mirabal en noviembre de 1960 el hecho determinante para que en su espíritu se impusiera la apremiante necesidad de eliminar físicamente el tirano, al creer probablemente que ese feminicidio era una muestra de arbitrariedad o desesperación.
Creo que el otorgamiento de la categoría de héroe nacional a cada uno de los participantes en el ajusticiamiento del “Jefe” en el Malecón fue justa y razonable, ya que al liberarse todos ellos – tenían sus motivos personales – y a su vez toda la población de quien disponía desde hacía más de treinta años de forma antojadiza del destino de dominicanos y hasta de opositores en tierras extranjeras, era una acción que exigía un valor excepcional.
Antes de proseguir debemos hacer dos precisiones que son trascendentales: a diferencia de los restantes conjurados, Imbert – y Amiama Tió – sobrevivió a la persecución trujillista y por lo tanto su condición de héroe la sobrellevaría el resto de sus días. Debía comportarse de acuerdo a este comprometedor status a sabiendas de que al igual que un santo sus actividades públicas deberían corresponderse con ciertos principios y serían examinadas con lupa.
La segunda es, que si el plan B del complot consistente en la toma del poder político por parte de los conspiradores fue un fracaso total, esto obedeció a que mas que libertar la República de una satrapía que conculcaba sus derechos y libertades, los móviles reales de la heroica gesta eran de naturaleza muy personal, un cobro con creces de los agravios y afrentas recibidas por estar peligrosamente próximos al generalísimo.
Pues bien dos años y tres meses después o sea en septiembre de 1963,el general reaparece en nuestra historia respaldando con su presencia a los golpistas que derrocaron al primer presidente escogido libremente por el país desde hacía más de tres décadas, comparecencia que decretó la muerte política de Juan Isidro Jiménez, Viriato Fiallo, Read Vittini, Miguel A. Ramírez Alcántara y otros acompañantes de Imbert Barrera.
En 1965 casi dos años después se deja seducir para encabezar el llamado gobierno de Reconstrucción Nacional un engendro norteamericano para contrarrestar al dirigido por el coronel Caamaño Deñó en la zona constitucionalista, que fue responsable de vergonzosos excesos y desmanes cometidos en la zona norte de la capital dominicana y en el interior de la isla, que según los cronistas causaron muchas muertes y desapariciones. El mariscal francés Pétain, héroe de la batalla de Verdún, por colaborar con Hitler en la II Guerra Mundial fue condenado a muerte y finalmente a cadena perpetua por su pueblo. Imbert hizo lo mismo pero tuvo mejor suerte.
Recuerdo que en su discurso al retorno de Puerto Rico en septiembre de ese año, el fundador del PLD expresó que los comandantes Pichirilo y Barahona eran dos héroes del pueblo por su defensa y entrega a las reivindicaciones que motivaron la insurrección. Si esto era cierto e Imbert simbolizaba la oposición a vencer, no es necesario ser un observador sagaz o imparcial para saber que el general representaba la causa antipopular.
Si como confesó en varias entrevistas que su antitrujillismo se originó a raíz del asesinato de las heroínas de Salcedo, su conducta posterior no estuvo inspirada por la ideología que ellas y sus maridos profesaban, ni tampoco por una supuesto restablecimiento de las libertades ciudadanas sino talvez por el asco que le provocaba estar al lado de un hombre todopoderoso que ordenaba la muerte de tres mujeres indefensas.
Durante las administraciones del Doctor Balaguer, no obstante significar en sus métodos una continuación del régimen por cuyo descabezamiento adquirió la jerarquía de héroe, el general Imbert gozó de gran predicamento por parte del presidente y sus funcionarios ocupando posiciones de responsabilidad en instituciones civiles y militares que desde luego le concitaron la animosidad y antipatía de los sectores más progresistas de la sociedad civil.
Recuerdo que en febrero de 1970 estando en compañía del profesor Iván Guzmán Klang en el Instituto de Anatomía de la UASD llegó el general a la sala de disección tratando de reconocer entre los restos de los pasajeros rescatados en el accidente de Dominicana de Aviación los pertenecientes a su esposa, hija y hermana, fue objeto de un prolongado abucheo por parte de los estudiantes que cubrió de vergüenza a todos los adultos allí congregados. Sólo el repudio a la actuación de Pablo Neruda en el Alma Mater superó en insolencia aquel estudiantil descaro.
En la vida el status de héroe o heroína pude estar al alcance de cualquier hombre o mujer que en determinadas situaciones asuman un comportamiento osado o arriesgado como sería el caso de salvar a alguien que se esté ahogando o rescatar un niño atrapado en un incendio, pero a mi juicio lo más difícil es después de la comisión de la hazaña someter nuestro accionar a patrones conductuales que no pongan en entredicho el mérito de la empresa acometida.
Por todo lo antes referido los lectores de este artículo pensarán con sobradas razones que al autor le resulta antipática la figura de Don Antonio Cosme, y que su muerte constituye una circunstancia propicia para un escritural ajuste de cuentas. Esta sería una percepción totalmente equivocada debido a que este ilustre puetoplateño gozaba de mi mas alta estima por estar identificada su personalidad por rasgos a los que atribuyo un gran valor.
Aunque el heroísmo alcanzado en mayo de 1961 está entrecomillado por sus incorrectos posicionamientos posteriores, de lo que no existe duda alguna es de que el biznieto de José María Imbert el héroe de la batalla del 30 de marzo en Santiago fue un hombre valiente, temerario capaz de exponer su vida por defender lo que juzgaba inicuo, infame, como lo era el horrendo crimen de matar a palos a tres mujeres. Que mataran a Desiderio, Requena, Galíndez o Mauricio Báez no importaba, pero si a damas inocentes.
La mejor manifestación de su bizarría fue olvidarse de sus privilegios – gobernador provincial, inspector de ferrocarriles o subsecretario de Estado – y volverse contra Trujillo por el referido asesinato. Sólo los valientes de desatienden de sus prerrogativas cuando el mandamás incurre en abusos contra personas inofensivas, y si su postura contribuye simultáneamente a la desaparición de la fuente de todo el mal, bienvenido entonces el calificativo de héroe de la nación.
Desde la salida de los Trujillo en noviembre de 1961 hasta el atentado de que fue objeto en el año de 1967 la cabeza de Imbert estaba tasada por estar vivo y con dinero el vengador de su padre Ramfis Trujillo. A pesar de este riesgo inminente le veía por las calles a bordo de un Cadillac azul celeste sin mostrar en su interior ninguna inquietud, el más mínimo sobresalto y esa calmosa tranquilidad traducía la posesión de un poderoso equipo colgante solo existente en la entrepierna de los hombres guapos.
Otro aspecto de su persona que despertaba mi admiración era que como funcionario al ser entrevistado por periodistas de la radio o la televisión casi siempre fue políticamente incorrecto es decir que expresaba lo que sentía sin importar que sus declaraciones fueran inconvenientes para el presidente o el partido de gobierno. Era de mi completo agrado oírle decir cosas que de seguro molestaban en las esferas palaciegas o en los corrillos de las gobernaciones provinciales.
Para hablar como lo hacía, sobre todo en la coercitivas y rencorosas administraciones del andrógino de Navarrette como calificaba Marrero Aristy a Balaguer, era imprescindible tener mucho coraje, no tener miedo al denunciar un desafuero, una injusticia. Sin importar las consecuencias de su intrepidez expresiva, Don Antonio decía lo que sentía incitando con ello el beneplácito de los que adversaban al antiguo inquilino de la ave. Máximo Gómez No.25. Cuán escasos son ahora estos audaces individuos.
Un detalle atractivo de su compleja personalidad es que en él se daban cita muchos de los atributos que particularizan la idiosincrasia dominicana como son la valentía, el frecuente uso de refranes en su conversación, desafiar a quienes dudan de su integridad, preocuparse más por su familia que por cualquier otra cosa, en fin ser un personaje anecdótico como si se hubiera escapado de un libro de Cesar Nicolás Penson o Ramón Emilio Jiménez. Todo un arquetipo identitario de lo que somos.
Sería inútil toda discusión sobre si este atlántico dominicano fue un héroe o un apóstata, pasto bueno o mala hierba y que si en verdad murió un 30 de mayo – o casi – en él se cumplió aquello de quien a hierro mata a hierro muere, ya que su faceta más sobresaliente fue su espartana valentía que le convirtieron a pesar de los pesares en la única leyenda viviente que existía en el país desde los ominosos tiempos de Trujillo.
Finalmente expresaré que más que un héroe, que es un hecho coyuntural, Imbert Barrera fue más bien un hombre valiente que como sabemos es una perpetua virtud. Que a consecuencia de su bravía los gobernantes dominicanos le concedieron responsabilidades para tratar de enderezar las torceduras y jorobas de nuestra vida política. Y que estaría de acuerdo en que se designara – por su valor – con su nombre la actual avenida Sarasota donde por largos años residió, al ser esta ciudad norteamericana ajena por completo a nuestra historia.
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