KENIA CARVAJAL, HIJA DE LUCRECIA PÉREZ, HABLA DEL ASESINATO RACISTA HACE 20 AÑOS
Copiado del periodico el país.
"Tiene que morir alguno para que cambien las cosas"
De ella solo recuerda “la dulzura”. De ella solo le quedan “algunas
fotos” y toda la ausencia. Ella era su madre: Lucrecia Pérez Matos, la
emigrante dominicana víctima del primer crimen xenófobo en España. Kenia
Carvajal Pérez lo cuenta despacio, con timidez. Tiene 26 años, un bebé
en camino y mucha fortaleza. Hace medio año viajó por primera vez a
España. Se ha instalado —gracias a una visa por reagrupamiento
familiar—, en un barrio humilde de Madrid, en la ciudad donde el guardia
civil Luis Merino Pérez
asesinó a su madre acompañado por tres menores. Aquel crimen que la
dejó huérfana “ha servido para que haya menos racismo en España”,
sostiene la hija. Pero eso no le consuela.
“Apenas tenía seis años cuando mataron a mi madre. Cuando se fue, solo se pudo despedir de mí, porque mi padre estaba trabajando”, relata Kenia Carvajal. Lucrecia Pérez, de 33 años, abandonó con prisa su pueblo, Vicente Noble, cuando el organizador de su viaje le dijo que había llegado el momento. Tras un periplo cuajado de escalas para sortear el freno a una inmigración que despuntaba a comienzos de los años noventa del pasado siglo, la mujer llegó a España. Consiguió trabajo como interna en una familia con tres hijos. El empleo le duró 20 días. “La despedí porque no servía par el trabajo. No sabía lo que era un grifo, ni un baño, ni un ascensor. La lavadora era el no va más”, afirmó su empleadora al tiempo que lamentaba la muerte. “Quizás no supo lo que era un grifo, pero hacer la limpieza sí sabía”, defiende la hija.
Lucrecia Pérez, enferma y sin trabajo tras un costoso viaje, se refugió en una discoteca abandonada, Four Roses, en el barrio de Aravaca. Era uno de los inmuebles vacíos de esa zona lujosa donde se cobijaban inmigrantes —sobre todo dominicanos— en busca de empleo, un barrio, también, donde algunos protestaban contra la presencia de inmigrantes. Allí la mataron una noche, la del 13 de noviembre de 1992. Allí comenzó un día que Kenia Carvajal nunca olvidará.
“Una señora a la que llamaron a su casa llegó llorando a la nuestra. Nos dio la noticia a mí y a mi papá. Mataron a mi mamá. Apenas tenía un mes en España. Fue un golpe muy duro, demasiado duro para mí. Luego de que mataran a mi mamá, aquí pasaron muchas cosas”, relata con voz queda.
Una niña de seis años había quedado huérfana y un jornalero, viudo en los pobres campos de la provincia de Barahona, semillero de la emigración dominicana a España. El país descubrió su peor cara, la de la xenofobia, de la mano de este primer crimen racista. Las autoridades se sumaron a fuerte reacción social contra el asesinato. A Kenia Carvajal —entonces apellidada Trinidad— le concedió una pensión el Gobierno español, una forma de intentar reparar lo irreparable y de final abrupto.
“Me quitaron la pensión a los 13 años, y eso que era hasta los 18. No sé por qué. Fuimos mi papá y yo a la embajada en Santo Domingo, preguntamos y una señorita nos dijo que no sabía porqué”, relata la hija de Lucrecia Pérez. “Yo, niña al fin, no daba importancia a eso, pero a veces aún me pregunto el motivo por el que me quitaron la pensión”. El juicio que, en 1994, sentenció a más de un siglo de cárcel a los cuatro acusados estableció una indemnización de 20 millones de pesetas —120.202 euros—. “No recuerdo cuánto fue. No lo administraba yo. El dinero sirvió para hacer la casa, comprar un terreno y para que yo estudiara. Llegué a la Universidad. Me falta un año y pico para acabar Contaduría”.
La joven, criada por un padre que se ganaba el jornal con la construcción y la agricultura al día, se casó a los 17 años con un vecino de Vicente Noble. El marido emigró a España y ella siguió en la Universidad hasta que, el pasado 26 de abril, puso el pie por primera vez en la tierra donde murió acribillada su madre. Vino porque había conseguido el visado para reunirse con su marido, de profesión peluquero.
—¿Le gusta España?
—“No me gusta casi, y no es por lo de mi madre. Será por la diferencia de cultura. No he salido casi, y a lo mejor es por eso”.
—¿Le parece un país racista?
—“No, aunque hay una pequeña cantidad de racistas. Cuando mi mamá llegó aquí, la mayoría lo era”.
La hija de Lucrecia Pérez ha visitado el lugar donde mataron a su madre. Donde estuvo la discoteca se levanta un edificio de oficinas vacías con el cartel de se alquila. Frente a él, un monolito de recuerdo. “Cuando lo vi [“Madrid por la convivencia. Homenaje a Lucrecia Pérez. 2006”, reza] sentí ganas de llorar, nostalgia, tristeza, ausencia...”.
Aunque “Dios sabe por qué hace las cosas”, Kenia Carvajal aún se hace preguntas sobre el asesinato de su madre, que se convirtió en una vacuna contra la xenofobia. “Ha servido para que haya menos racismo. Yo no lo he sentido, ni lo quiero sentir. Para que cambien las cosas tiene que morir alguno”. Pero a ella no le consuela: “Perdí a mi madre”. “Me alegro de que haya menos racismo, porque eso no lleva a nada bueno, pero la que más ha sufrido por todo eso he sido yo”, plantea. “He sido fuerte. He superado todo, pero me ha afectado crecer sin mi madre, sin su amor, sin su consejo”. Esa madre que, de vivir, sería abuela la próxima primavera.
“Apenas tenía seis años cuando mataron a mi madre. Cuando se fue, solo se pudo despedir de mí, porque mi padre estaba trabajando”, relata Kenia Carvajal. Lucrecia Pérez, de 33 años, abandonó con prisa su pueblo, Vicente Noble, cuando el organizador de su viaje le dijo que había llegado el momento. Tras un periplo cuajado de escalas para sortear el freno a una inmigración que despuntaba a comienzos de los años noventa del pasado siglo, la mujer llegó a España. Consiguió trabajo como interna en una familia con tres hijos. El empleo le duró 20 días. “La despedí porque no servía par el trabajo. No sabía lo que era un grifo, ni un baño, ni un ascensor. La lavadora era el no va más”, afirmó su empleadora al tiempo que lamentaba la muerte. “Quizás no supo lo que era un grifo, pero hacer la limpieza sí sabía”, defiende la hija.
Lucrecia Pérez, enferma y sin trabajo tras un costoso viaje, se refugió en una discoteca abandonada, Four Roses, en el barrio de Aravaca. Era uno de los inmuebles vacíos de esa zona lujosa donde se cobijaban inmigrantes —sobre todo dominicanos— en busca de empleo, un barrio, también, donde algunos protestaban contra la presencia de inmigrantes. Allí la mataron una noche, la del 13 de noviembre de 1992. Allí comenzó un día que Kenia Carvajal nunca olvidará.
“Una señora a la que llamaron a su casa llegó llorando a la nuestra. Nos dio la noticia a mí y a mi papá. Mataron a mi mamá. Apenas tenía un mes en España. Fue un golpe muy duro, demasiado duro para mí. Luego de que mataran a mi mamá, aquí pasaron muchas cosas”, relata con voz queda.
Una niña de seis años había quedado huérfana y un jornalero, viudo en los pobres campos de la provincia de Barahona, semillero de la emigración dominicana a España. El país descubrió su peor cara, la de la xenofobia, de la mano de este primer crimen racista. Las autoridades se sumaron a fuerte reacción social contra el asesinato. A Kenia Carvajal —entonces apellidada Trinidad— le concedió una pensión el Gobierno español, una forma de intentar reparar lo irreparable y de final abrupto.
“Me quitaron la pensión a los 13 años, y eso que era hasta los 18. No sé por qué. Fuimos mi papá y yo a la embajada en Santo Domingo, preguntamos y una señorita nos dijo que no sabía porqué”, relata la hija de Lucrecia Pérez. “Yo, niña al fin, no daba importancia a eso, pero a veces aún me pregunto el motivo por el que me quitaron la pensión”. El juicio que, en 1994, sentenció a más de un siglo de cárcel a los cuatro acusados estableció una indemnización de 20 millones de pesetas —120.202 euros—. “No recuerdo cuánto fue. No lo administraba yo. El dinero sirvió para hacer la casa, comprar un terreno y para que yo estudiara. Llegué a la Universidad. Me falta un año y pico para acabar Contaduría”.
La joven, criada por un padre que se ganaba el jornal con la construcción y la agricultura al día, se casó a los 17 años con un vecino de Vicente Noble. El marido emigró a España y ella siguió en la Universidad hasta que, el pasado 26 de abril, puso el pie por primera vez en la tierra donde murió acribillada su madre. Vino porque había conseguido el visado para reunirse con su marido, de profesión peluquero.
—¿Le gusta España?
—“No me gusta casi, y no es por lo de mi madre. Será por la diferencia de cultura. No he salido casi, y a lo mejor es por eso”.
—¿Le parece un país racista?
—“No, aunque hay una pequeña cantidad de racistas. Cuando mi mamá llegó aquí, la mayoría lo era”.
La hija de Lucrecia Pérez ha visitado el lugar donde mataron a su madre. Donde estuvo la discoteca se levanta un edificio de oficinas vacías con el cartel de se alquila. Frente a él, un monolito de recuerdo. “Cuando lo vi [“Madrid por la convivencia. Homenaje a Lucrecia Pérez. 2006”, reza] sentí ganas de llorar, nostalgia, tristeza, ausencia...”.
Aunque “Dios sabe por qué hace las cosas”, Kenia Carvajal aún se hace preguntas sobre el asesinato de su madre, que se convirtió en una vacuna contra la xenofobia. “Ha servido para que haya menos racismo. Yo no lo he sentido, ni lo quiero sentir. Para que cambien las cosas tiene que morir alguno”. Pero a ella no le consuela: “Perdí a mi madre”. “Me alegro de que haya menos racismo, porque eso no lleva a nada bueno, pero la que más ha sufrido por todo eso he sido yo”, plantea. “He sido fuerte. He superado todo, pero me ha afectado crecer sin mi madre, sin su amor, sin su consejo”. Esa madre que, de vivir, sería abuela la próxima primavera.
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