Juan Alberto Liranzo
Según Transparencia Internacional (TI), una organización no gubernamental que promueve políticas contra la corrupción y que tiene presencia en más de 70 países, la República Dominicana ocupa la posición 99 entre 180 naciones en la percepción de corrupción gubernamental. Los comentaristas que se reputan independientes reproducen constantemente la idea de que en el país se vive bajo el imperio de la impunidad, permitiéndose con ello que la corrupción se extienda a niveles alarmantes.
Pero aquel ilícito, visto hoy como un mal indeseado en los países, no siempre fue impugnado o considerado por estadistas como un delito contra la cosa pública en detrimento de los desposeídos. Así como se le reconoce a Gladstone ser el principal estadista en promover el principio moderno de la separación de la iglesia y del estado; debe considerarse también a Robert Walpole como el promotor principal de la corrupción en las actividades oficiales. El estadista inglés no adquirió aquella condición por permisible, sino por su carácter extremadamente pragmático y por asumir, increíblemente, la corrupción como una especie de herramienta para gobernar. El poeta e historiador británico Tomas Macaulay aduce que Walpole “gobernó por la corrupción porque en su tiempo era imposible gobernar de otro modo” y más tarde William Pitt, retractándose de sus juicios con relación a Walpole, reconoce en él al estadista que, durante los 21 años que duró su administración, Inglaterra se había enriquecido considerablemente.
La historia reciente de la República Dominicana (decimos historia reciente a la transcurrida a partir del año 1961 hasta nuestros días) la corrupción parece asimilada por aquellos gobernantes que han dirigido por un tiempo extendido a la nación, como un mal inevitable para algunos e imbatible para otros. Para Joaquín Balaguer, por ejemplo, la corrupción era una especie de tara de la administración pública que resultaba inevitable, un mal incontrolable cuyos alcances no llegaban sino hasta el umbral de su despacho.
Es cierto que la corrupción es un mal que nace como producto de la deprimente condición humana en la que se encuentran algunas personas que tienen a su cargo la administración de los asuntos públicos, y que por tratarse de un fenómeno cuyo elemento causal resulta indefinido, su prevención pudiera resultar frustrante. Sin embargo, la complejidad de su génesis no debe excluir jamás la capacidad del Estado de reaccionar ante la comisión de esos hechos.
Desde el punto de vista normativo, uno de los problemas que enfrenta el debate en torno a delito de corrupción es su indeterminación, debido a que los actos de corrupción no pueden ser perseguidos como corrupción propiamente dichos; sino como acciones ilícitas que comprenden tipos distintos. Imputar a un funcionario público por delito de corrupción es emprender una medida de justicia indeterminada puesto a que la corrupción no se califica a sí misma. Es preciso identificar acciones tipificadas por el código que constituyen, cada una, un acto propio de corrupción. Ejemplo de ello es la Prevaricación; acto sancionado por el legislador con la degradación cívica. Pero la prevaricación, inclusive, contiene igualmente el problema de la indefinición, ya que el código no deja claro cual acto debe ser considerado como tal. En los casos de la concusión, desfalco, y soborno o cohecho, las acciones sí están definidas y resulta más idóneo imputar el hecho en específico.
Innegablemente, uno de los principales problemas de la administración pública en la actualidad es la corrupción, un delito que lacera a mediano plazo el estado de bienestar de miles de personas y que, no importando el punto de vista con que se observe el tema, compromete la sostenibilidad de millones de almas. A diferencia de otros delitos, la prevención de dichos actos debe buscarse en el sistema de consecuencias y en la manera que tiene el estado de reaccionar ante posibles casos de corrupción; pues la impunidad promueve el crimen y la omisión lo sostiene.
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