Desde que el hombre prefirió abortar sus hábitos para dejarse seducir y conquistar por la nueva vanidad; por el egocentrismo, el narcisismo y la vida placereada. En ese mismo instante dejaba de transcender, debido a que se negaba a entregarse a una causa, a un ideal, o a un amor. El hombre ha perdido la categoría a la individualidad para construir la diferencia; distanciarse para no parecerse, poner límite para no contaminarse, o hacer espacio propio para mantener la identidad. El hombre de hoy es más adolescente que los adolescentes de ayer. Hoy busca del grupo, tiene necesidad de validación y tiene miedo a estar sin grupo. De ahí es su nivel de influencia, de agotamiento social, y de los hábitos para parecerse a sus iguales. Ese hombre nuevo, que desprecia lo viejo, pero que se niega a construir la nueva identidad social, la ideología, el paradigma, la utopía, o nuevos modelos de referencia. Ese hombre ha decidido que es mejor ser cómplice; hacer lo que hace resto, parecer a los otros que, al final, son sus iguales.
A ese hombre no le importa el rostro, ni la palabra, ni la referencia, debido a que sabe que hoy se maquilla el rostro, se lavan títulos y dinero; pero también, se compra el éxito, la fama, la percepción, se valida todo y se acepta el todo. El hombre no quiere, ni desea, poner distancia para construir la diferencia ética, ni moral, ni intelectual, ni humana. Prefiere ser parte del consumo, de lo cotidiano, ser noticia, dar que hablar, estar en las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, Hotmail, Gmail, Yahoo, etc. En fin, soñar, no importa si es negativo; total, hemos llegado a la sociedad de los iguales, al mundo del mercado, al tráfico de todo y a la negación de hacer lo correcto.
El hombre ha descubierto que, también, lo incorrecto se compra, se consume, se acepta, se valora y se limita y, para mal, se premia y se usa como modelo de referencia. La corrupción, se exporta, se vende, compra y trafica como parte de un mercado global. Literalmente es una patología que se ha convertido en una pandemia universal, que viaja por continente, que contamina a grupos grande y repercute en grupos pequeños; contagia rápido, se evita poco y, para calmo, no se hace nada para evitarla. ¿El hombre vivía con esta patología? ¿Es biológica, adquirida, aprendida, reforzada? ¿Es social la corrupción; es humana, existencial o genética? Nietzsche, buscando la respuesta a esa agonía del hombre del Siglo XIX dijo “Dios ha muerto”. Pero Steven Lukes, en su tratado del relativismo moral, habla del cierre de la mente moderna: “Como la educación superior le ha fallado a la estudiante”. Pero antes de todos, el poeta Víctor Hugo hablaba de la miseria humana, como expresión al daño individual y social La corrupción ha puesto a la democracia de rodillas; la gobierna, la dirige, la reproduce de forma universal, convirtiendo en una democracia genérica, liviana, insustancial y deshumanizada. Como psiquiatra la percibió como patológica, y los que la practican como enfermos conscientes, pero antisociales. Es difícil sin la patología de la personalidad entrar al crimen organizado, al tráfico de armas, de mujeres, drogas o al lavado de dinero y al robo público o privado.
La pandemia de la corrupción no es propia de los políticos, se ve en el deporte, en el arte, en los profesionales, en las universidades, en las religiones, etc. Lo peor de todo es cuando no hay consecuencia, ni existen riesgos, ni miedo; no hay límites, no existe la exclusión ni el rechazo, ni el desprecio moral por practicar la corrupción. El papa Francisco habla del nuevo hombre, que debe ser solidario, amar al prójimo, al planeta y a la democracia, para tener la equidad mundial. El hombre está enfermo y ha enfermado a la democracia.
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