Una de las virtudes del libro del entonces sacerdote jesuita y sociólogo José A. Moreno (El Pueblo en Armas, Revolución en Santo Domingo), consiste en la perspectiva de observador participante plasmada en sus páginas, al combinar su autor el apoyo humanitario a los barrios de la zona constitucionalista y la convivencia con los comandos cívico militares que sustentaron la revuelta de abril del 65. Mirador privilegiado que aprovechó para ensamblar una sólida investigación desde el terreno, asumiendo los riesgos inherentes al conflicto bélico. Un tío médico a la sazón subsecretario de Salud Pública, el Dr. Manuel E. Pichardo Sardá, me lo describió –en unión del padre Tomás Marrero- como un valiente cooperante en hospitales de la zona norte en los días de la batalla del Puente Duarte y la Operación Limpieza ejecutada por el CEFA. Uno de los capítulos de su obra aborda esta experiencia de acción cívica, mientras otro la estructura paramilitar representada por los comandos, ilustrada con dos casos contrastantes, San Miguel y San Lázaro.
Afirma que a la llegada de las tropas americanas y establecerse el Corredor Internacional que partió a la ciudad en dos y tras la Operación Limpieza que barrió la resistencia en la zona norte de la urbe, el movimiento quedó aislado en la denominada Ciudad Nueva o Zona Constitucionalista –realmente la Zona Colonial, Ciudad Nueva, parte de Gascue, San Carlos y Villa Francisca. A partir de ese momento y al iniciarse negociaciones en busca de una solución al conflicto, el enfoque de la revolución cambiaría el énfasis de lo militar a lo político, sin descuidar las defensas ante eventuales incursiones de las tropas del CEFA o de las americanas, como sucediera con las últimas los días 15 y 16 de junio del 65.
Los comandos, surgidos desde los primeros días de manera espontánea e informal como una conjunción operativa de militares constitucionalistas, activistas políticos y gente llana que se sumó a la causa, se convirtieron en las unidades de combate básicas del movimiento, supervisadas por el comando central de las FFAA “rebeldes”. Fue una forma de multiplicar efectivos hábiles, ante la desventaja del aislamiento, las bajas ocasionadas por la Operación Limpieza, sumadas al apoyo logístico y el reequipamiento que los interventores dieron a las fuerzas “leales”. Una parte de la población flotante de combatientes de los barrios altos que lograron evadir el cerco se reagrupó en “Ciudad Nueva”, alimentando así el número de efectivos que debían defender este último reducto de la resistencia armada. Ahora no sólo frente a los militares de San Isidro, sino también ante la formidable fuerza desplegada por Estados Unidos, so capa de “salvar vidas y evitar una Segunda Cuba”.
Los comandos tenían una composición variopinta. Incluían unidades altamente politizadas con predominio de cuadros político-militares del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el Movimiento Popular Dominicano y el Partido Socialista Popular, como señeramente fueron los que operaron en la José Gabriel García (Juan Miguel Román, Fafa Taveras, Fidelio Despradel), la Escuela Argentina (Cayetano Rodríguez, Breno Brenes, Otto Morales) y San Lázaro (Manolo “el Gallego” González, Tony Isa Conde, Justino José del Orbe). Algunos menos ideologizados encabezados por líderes carismáticos como los legendarios comandantes Pichirilo, Barahona y Jaime Cruz. Otros caracterizados por una mezcla de militares regulares y gente llana de los barrios y oriundos de provincias, unidos por la circunstancia de la lucha armada, pro reposición de Bosch y la Constitución del 63.
En San Carlos, donde existieron varios comandos y avanzadas, los oficiales Núñez Noguera y Jesús de la Rosa desempeñaron funciones de dirección. Al igual lo hicieron Emilio Herasme Peña, José Campos Chestaro, Jaime Cruz, José Rosado, Tato García, incorporando a jóvenes como mi compañero de infancia Lipe Collado, una de las memorias lúcidas de la Guerra de Abril.
En esta amplia gama, también los hubo formados por haitianos solidarios acantonados en el Centro Sirio Libanés frente al Parque Independencia, promovidos por el legionario francés veterano de Indochina y Argelia, luchador contra Duvalier, mi amigo André de la Rivière, integrado a los hombres rana y muerto en acciones de guerra el 15 de junio. René Theodore, quien alcanzaría la jefatura del Partido Comunista de Haití, era uno de esos combatientes. Un joven luminoso radicado en el país desde 1958 junto a su familia –cuyo padre fue mi profesor de francés en el Liceo Juan Pablo Duarte-, compañero del grupo cultural Arte y Liberación que capitaneaba Silvano Lora e integrado al Comando B-3, el poeta Jacques Viau Renaud, fue uno de los mártires más sentidos por nuestra generación. Cantada su epopeya por los poetas Juan José Ayuso y Antonio Lockward Artiles.
Los socialcristianos tuvieron una presencia destacada en tareas defensivas a través de Andrés Lockward, Rafaelito Martínez, Romeo Llinás, Llía Valverde, Chico Córdova, Henry Molina, Miguel Cocco, entre profesionales, sindicalistas y dirigentes estudiantiles, como lo resaltara recientemente en Hoy el amigo Teófilo Quico Tabar. Agregando así otra dimensión al papel jugado en el plano diplomático por Antonio Rosario, Caonabo Javier Castillo y José Gómez Cerda.
Organizados en función territorial, los dos roles fundamentales de su estructura de mando eran los de comandante y subcomandante, que como regla general de aplicación laxa se trataba de cubrir en dupla con oficiales militares activos o en retiro y civiles con entrenamiento político-militar. En algunos comandos –aquellos más ideologizados- existía una suerte de comisario político que se ocupaba de aprovechar los períodos de receso bélico para velar por la formación política de los combatientes y promover algunos debates democráticos entre los combatientes. Recuerdo haber asistido a una sesión nocturna en el comando que operaba en la Del Monte y Tejada casi Abreu, en pleno corazón de San Carlos, en la cual se suscitó una encendida discusión acerca del curso de las negociaciones que se llevaban a cabo en el Edificio Copello con la Comisión de la OEA.
Oficiales como el célebre comandante Montes Arache –cabeza del cuerpo de hombres rana que jugó un papel singular en las operaciones de la guerra-, Lachapelle Díaz, Núñez Noguera, Lora Fernández y el propio Caamaño, ejercieron su autoridad directa –a veces cuestionada en ocasión de conflictos internos que se agudizaban al prolongarse las negociaciones con la Comisión de la OEA- para mantener el orden en la zona. El buen amigo José Noboa Garnes, fue factor clave en los entrenamientos a civiles enrolados de repente en los menesteres de la guerra, en las academias que funcionaron en la Zona.
Moreno señala que a mediados de mayo ya estaban operando alrededor de 120 unidades integradas por unos 4 mil civiles. “A pesar de que estuve en íntimo contacto también con otros comandos -Poasi, Pedro Mena, Lido, Barahona, Pedro Cadena y Luperón-, después de cuatro meses de interacción diaria me familiaricé más con San Miguel y San Lázaro”, escogidos para el trabajo de observación participante. Ambos representaban dos tipos básicos de organización, aunque no los únicos. Uno, San Miguel, se estableció dentro de la estructura informal del barrio, mientras que el otro, San Lázaro, se fundó sobre la base de una organización política formal (el PSP).
Los dos barrios compartían similitudes socioeconómicas –una configuración de clase media baja con bolsones de marginalidad en el sector del Jobo Bonito-, los mismos problemas de abasto de comida, medicamentos, ropa, así como de seguridad de sus habitantes. Los migueletes exhibían un claro sentido de orgullo y pertenencia, más acentuado que sus vecinos de San Lázaro. Sin embargo, la composición de los miembros de ambos comandos tenía diferencias significativas. En San Miguel predominaban los muchachos del barrio, “el tigueraje” como le llama Moreno, combinado con un contingente de jóvenes procedentes del barrio de origen del primer comandante que tuvo la unidad, un oficial íntegro, idealista y considerado en su trato con los 60 miembros del comando. Aunque recibían alimentos procurados por el padre Moreno, la escasez acentuaba la tendencia a los robos y saqueos de establecimientos comerciales aledaños, una conducta censurada por este oficial, quien fuera depuesto por sus subalternos en una asamblea mientras se hallaba diligenciando comida y medicinas. Reprendidos sus miembros por el correcto oficial Lachapelle Díaz, un nuevo comandante de procedencia policial se hizo cargo. Ahora más autoritario en el ejercicio de la autoridad y más laxo en la moralidad.
San Lázaro en cambio –un comando que conocí- tuvo su origen en otro que había organizado Manolo González, el Gallego, y otros miembros del buró militar del Partido Socialista Popular (PSP) como Tony Isa Conde y Justino del Orbe, integrado por militantes de ese pequeño partido. A fin de preservarse en caso de que la ciudad cayera en manos de sus adversarios -según refiere Moreno quien mantuvo relación directa con González e Isa Conde-, se configuró este comando más heterogéneo aunque no tanto como para perder la identidad política PSP. Cachorro Erickson y Norberto Roca fueron sucesivamente los comandantes y el Gallego el subcomandante, elogiado por Moreno por su disciplina, seriedad y liderazgo. Su esposa Clara Tejera Pol y Altagracia del Orbe se encargarían de la cocina para alimentar a unos 60 miembros.
Moreno documenta la muerte de mi ex compañero de colegio Oscar Santana, dirigente del 14 de Junio, al realizar tareas de persecución de los robos nocturnos que se verificaban en el área del Mercado Modelo por parte de miembros de otros comandos. La entrega del responsable principal del crimen a las autoridades, en la que intervinieron el padre Marrero y él. Y el destino final del autor de ese hecho, a manos del comando militar central del 14 de Junio. Tras la guerra, vendría la cacería.
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