25 de abril de 2015 - 11:30 pm -
Los planes de insurrección del Catorce de Junio entrelazarían las vidas de este joven estudiante y la de la aguerrida abogada Piky, con la de un fornido capitán del Ejército de 25 años, Miguel Angel Calderón Cepeda
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Este trabajo es el borrador no corregido de un capítulo sobre la insurrección guerrillera de 1963, que el autor espera publicar a finales de año. Se ha dividido en cuatro partes para facilitar su lectura)
La delgada y diminuta mujer se sobresaltó al escuchar el sonido del teléfono. Presentía que a esa hora de la mañana, nadie llamaría a menos que no fuera para algo por lo que esperaba impacientemente durante semanas. Como muchos otros dirigentes del Catorce de Junio, Carmen Josefina Lora Iglesias (Piky), levantó el auricular en las primeras horas de la mañana del 25 de septiembre de 1963 y escuchó las instrucciones de abandonar el lugar y esconderse en un sitio seguro. Por fin, el golpe de estado contra el ahora ex presidente Juan Bosch terminaría creando las condiciones para la insurrección para la que esperaban durante meses.
La frágil abogada de 23 años contuvo la emoción que le estremecía todo el cuerpo y esbozó una fugaz sonrisa de triunfo. Sabía que su vida corría peligro, pero eso no le preocupaba. Lo importante ahora era prepararse para el gran momento; se presentaba la oportunidad que el golpe militar, que su partido creía desde hace meses inevitable , ofrecía a los jóvenes revolucionarios como ella para iniciar la revolución que transformaría las arcaicas estructuras sociales del país.
La espera no resultó fácil. Graduada dos años antes de abogada, con apenas 21 años de edad, había logrado ascender a un puesto en el Comité Regional del Cibao del Catorce de Junio, con asiento en Santiago, su ciudad natal. Sus labores profesionales, como asistente del consultor jurídico del Instituto Agrario, doctor Fabio Rodríguez, le valieron importantes misiones políticas en la capital, donde ahora residía. Piky pudo más tarde establecerse en la casa de una pareja simpatizante de la causa, los esposos Ubi Rivas y María Onelia Mahua Aquino, en la calle Benito Monción, a pocas yardas de la calle Santiago, justo al lado de la residencia del general Elbys Viñas Román, secretario de las Fuerzas Armadas.
Después de colgar el telefóno, y siguiendo los planes previamente concebidos, Piky se registró con su hermano Junio, estudiante de agronomía y un año menor que ella, en una habitación del hotel Jaragua, simulando una pareja en luna de miel. Permanecerían allí una semana, junto con un grupo de dirigentes de su misma organización a los que el administrador del establecimiento, Eddy Bogaert, acogió por instrucciones de la dirigencia del partido.
Los vínculos de Bogaert con el movimiento se remontaban a sus mismos orígenes. En una finca de un pariente, en Mao, se había realizado el 10 de enero de 1960, la reunión en la que se dio vida al movimiento clandestino que sellaría la suerte de la tiranía de Trujillo. Bajo el liderazgo de Manuel Aurelio ( Manolo) Tavárez Justo, el movimiento adquirió en esa finca el nombre de Catorce de Junio, en memoria de los héroes de la fracasada expedición que en 1959 había desembarcado por Constanza para iniciar una guerra de guerrillas contra la dictadura establecida a sangre y fuego desde 1930. Al igual que los demás dirigentes y miembros de ese movimiento, Bogaert había sufrido los horrores de las ergástulas trujillistas. Por esa razón, no puso reparos cuando se le pidió su colaboración para el momento en que el partido lo requiriera. Cuando Piky y su hermano Junio y otros extraños personajes se presentaron al hotel en busca de alojamiento la mañana del golpe de estado, Bogaert supo que había llegado la hora de cumplir con un compromiso y él mismo se ocupó de acomodarlos.
Justamente una semana después, Piky recibió otra llamada telefónica. Dentro de la relativa seguridad que le ofrecía su cómodo escondite, la espera resultaba muy aburrida y monótona. Se pasaba casi todo el tiempo dentro de la habitación, jugando a las cartas, a la espera de nuevas instrucciones, que ahora llegaban finalmente con este nuevo aviso.
La llamada provenía de uno de los más altos dirigentes del partido, Hipólito (Polo) Rodríguez Sánchez, que le ordenaba trasladarse de inmediato a otro refugio, en el número 101 de la calle Wenceslao Alvarez, del exclusivo sector residencial de Gascue. Allí vivía Josefina Aquino, hermana de la esposa de Ubi Rivas, desde donde podía trasladarse a diferentes lugares para cumplir nuevas tareas revolucionarias. La principal de ellas sería el traslado de armas a lugares estratégicos cercanos a los futuros frentes guerrilleros.
Varios días después de la llamada de Polo Rodríguez, Piky se trasladó en compañía del ingeniero Negro Peguero, al batey Lechuga, en una colonia cañera de la zona oriental . En el taller de un amigo, desarmaron previamente un viejo Peugeout y colocaron varios fusiles y pistolas detrás de los faroles delanteros que entregaron en altas horas de la noche. A este primer viaje siguieron otros. A cada regreso a Santo Domingo, volvían a desarmar el automóvil para llenarlo de armas y repetir la operación.
Para evadir la estricta vigilancia militar, simulaban andar en parrandas, con un radio a todo volumen, trajes de baño, botellas de ron y neveras portátiles llenas de hielo, con Piky vestida como una prostituta. Una noche, durante un registro en la carretera, el oficial los observó y le reprochó en tono paternal:
-¡Estos no son tiempos para andar en estas cosas !
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El llamado del deber revolucionario llegaría más tarde y en forma distinta al estudiante de cuarto año de secundaria de 18 años, de fuerte educación religiosa, oriundo de La Vega. Al igual que sucedía con muchos jóvenes de su edad, para Rafael Pérez Modesto (Rafa) el aviso que le fue dado personalmente por un dirigente del partido enviado desde la capital, era la soñada oportunidad de hacer la revolución a través de las armas.
Pese a su escasa formación política, Rafa figuraba en los planes de alzamiento del Catorce de Junio. Y a diferencia de aquellos a quienes seguía, su instrucción no provenía de los textos de enseñanza marxista, sino de la prédica monacal. Había sido seminarista y como clérigo llegó a ser asistente de monseñor Francisco Panal Ramírez, el obispo de La Vega que tantas veces desafiara la furia del tirano con sus sermones dominicales. Provenía además de una familia de militancia anti-trujillista. Uno de sus tíos había guardado prisión dos años por haber participado en actividades contrarias al régimen a finales de los años 40 con el movimiento Juventud Democrática. Desde muy temprana edad, esa experiencia familiar contribuiría a marcar sus inclinaciones políticas. A los 18 años, Rafa era ya un hombre decidido a arriesgar su vida por la causa de la revolución.
Como líder estudiantil, estaba fichado por la policía. Para protegerlo de la represión oficial, el partido envió meses antes a su joven cuadro a una escuela en una apacible y apartada comunidad de la provincia. Fue allí, días después del golpe, donde el emisario fue a avisarle que debía estar listo para incorporarse al levantamiento guerrillero que habría de producirse en las semanas siguientes.
La orden no le sorprendió. De alguna manera, Rafa se encontraba dispuesto para el compromiso. Su falta de entrenamiento militar y su desconocimiento del uso de las armas de guerra no representaban un impedimento para jóvenes como él. Toda su preparación consistía en largas caminatas por las lomas de Guaiguí, que fortalecían sus piernas y su resistencia a la fatiga física. Pero eso sería suficiente. Sus contactos con la organización le enseñaron que la guerra no se decidía únicamente por la formación militar. El método de hacer la guerra se adquiría haciéndola y eso era, precisamente, lo que estaban a punto de comenzar. A partir de ese momento, Rafa, como muchos otros elegidos para el mismo propósito, arreció su entrenamiento, haciendo más largas y frecuentes sus caminatas, y madrugando para escalar las montañas del alrededor.
Cumpliendo otros encargos, el joven de 18 años empezó a abandonar su relativa clandestinidad para trasladarse a escuelas y liceos de la zona y promover manifestaciones callejeras. La idea era crear un ambiente de agitación propicio al futuro alzamiento, provocando la mayor represión posible a fin de indisponer a la población contra el gobierno de facto.
Los planes de insurrección del Catorce de Junio entrelazarían las vidas de este joven estudiante y la de la aguerrida abogada Piky, con la de un fornido capitán del Ejército de 25 años, Miguel Angel Calderón Cepeda, experto en contra-insurgencia, que había prometido al Catorce de Junio unirse con sus tropas a las guerrillas.
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A despecho de la baja temperatura, el joven oficial sintió correr el sudor por todo su cuerpo. Miró a su alrededor y se entretuvo con el espléndido paisaje. Los rostros cansados y ansiosos de sus tropas en trajes de faena, luego de una agotadora jornada de ejercicio, hacían un extraño contraste. El verdor de los cultivos se entremezclaba con la densa neblina que empezaba a cubrir toda la extensa llanura de aquel frío y tranquilo valle, en lo más alto de la cordillera, impregnando el ambiente de una extraña y dulce sensación de paz y armonía. El capitán Calderón Cepeda ordenó romper filas y vio alejarse a sus hombres, fusiles en mano, hasta el pabellón de la Segunda Compañía de Montañas del Ejército, con asiento en Constanza, de la cual era oficial comandante.
Aquel centenar de hombres constituía, por su destreza para el combate, la elite misma de las Fuerzas Armadas. Eran fieles soldados adiestrados para la lucha en las peores condiciones, con un alto espíritu y un consagrado sentido de cuerpo. El capitán los vio alejarse susurrando canciones de guerra y se dijo que esa era la clase de soldado que hacía sentir orgulloso a cualquier oficial.
Sentado sobre la espesa hierba aquella fría tarde de finales de noviembre de 1963, el prometedor oficial tuvo tiempo para una larga reflexión. Sus primeros pensamientos fueron para su esposa e hija, residentes en Santo Domingo, a las cuales no veía en dos semanas. Después desechó las deformes imágenes que le intranquilizaban y muy pronto su mente se aclaró. Sabía que no tardarían en llamarle para el momento crucial para el cual se preparaban militarmente durante meses. A partir de ese instante, todo el dolor físico y el cansancio derivado de las frías y hambrientas faenas de entrenamiento en las condiciones más adversas entre montañas, pasarían a ser juegos de niños. La guerra de verdad comenzaría pronto y como líder de un batallón de 113 hombres, le correspondía una doble responsabilidad. Tenía que velar por la seguridad de sus fuerzas y mantener elevada la moral de combate. Esa era su obligación como oficial. Pero existía otra razón que martillaba fuertemente en su cerebro, la cual se relacionaba con su creciente inclinación revolucionaria y el compromiso contraído con líderes del Catorce de Junio, especialmente con el propio Manolo Tavárez, de unirse con parte de sus tropas, las mejor entrenadas del Ejército, a la insurrección guerrillera a punto de estallar.
Lo que verdaderamente preocupaba al capitán Calderón Cepeda era el hecho de que el alzamiento, y muchos de sus planes específicos, eran ya del dominio de las fuerzas de seguridad del gobierno, que sólo esperaban por éste para proceder a su aniquilación total. Los servicios de inteligencia conocían de antemano el alcance de estos planes, puesto que seguían muy de cerca las actividades del Catorce de Junio. El estaba enterado porque había recibido la información directamente del líder del partido, con quien sostuvo reuniones clandestinas durante meses. Sospechaba que así como los organismos de seguridad sabían de tales aprestos, también podían poseer informes de sus contactos con la organización, declarada ilegal tras el golpe de estado. Si esto fuera así, él no tendría escapatoria.
Pensó cómo había llegado hasta allí y recordó sus primeros contactos con el doctor Florencio Estrella, a los que siguieron reuniones con otros dirigentes del partido y luego, cuando le encontraron ya decidido, con Polo Rodríguez y Luis Genao Espaillat, futuros comandantes de frentes guerrilleros. Y finalmente con el propio Manolo Tavárez, la primera vez en Constanza, por la gestión de un amigo común, el padre Rafael Mauricio Vargas, quien prestó la casa contigua a la iglesia de la que era párroco para que esta reunión, a la que siguieron varias en otros lugares, se diera dentro de la mayor seguridad y hermetismo.
Vargas, oriundo de La Vega, era un sacerdote de la orden Diocesana, recién acabado de regresar de Roma. Estaba temporalmente encargado de la parroquia de Constanza, donde conoció al capitán. Al cabo de muy poco tiempo eran ya muy buenos amigos, con el religioso sirviendo de confesor y confidente del oficial. Calderón Cepeda visitaba frecuentemente la iglesia y la casa de Vargas, ocasiones en las que solían conversar de moral, filosofía y política. Tal llegó a ser el grado de intimidad y afecto que el militar llegaría a considerar al cura como un padre, a pesar de que el último era sólo diez años mayor que el primero.
Dos hermanos de Vargas, Zacarías Nicomedes y Juan Tomás, eran miembros del Catorce de Junio y a petición de éstos, el sacerdote cedería su casa para una reunión entre su amigo el oficial y Manolo Tavárez y otros dirigentes del partido. Como buen anfitrión, les preparó bocadillos y tragos, pero no tomó parte en la entrevista. Calderón Cepeda llegó al lugar vestido de militar, recordaría el religioso treinticuatro años después, en conversación con el autor. Manolo calzaba botas y se cubría la cabeza con un sombrero. Su camisa mangas largas de fuerte color amarillo resaltaba la escena.
El oficial abandonó la reflexión y se dirigió al pabellón de oficiales. Tal vez muy pronto, si se presentara la oportunidad de unirse a la guerrilla, no sería más el capitán Calderón Cepeda. Tendría que acostumbrarse a su nuevo nombre de guerra, “Gregorio”, con el cual le había bautizado Manolo Távarez la noche en que ambos sellaron su compromiso. El sobrenombre implicaba una distinción; recordaba los esfuerzos del prócer Gregorio Luperón, héroe de la guerra restauradora de la independencia, en el siglo diecinueve.
Calderón aseguró al autor, en una entrevista celebrada el 24 de septiembre de 1997, que había grabado y entregado a Manolo Tavárez una proclama anunciando al pueblo y a sus compañeros de armas su decisión de unirse al levantamiento. La proclama debía difundirse por la radio. En otra entrevista hecha el 17 de octubre del mismo año, el doctor Mario Fernández Muñoz, que había sido designado miembro del Buró de Resistencia Interna por la dirigencia del partido, aseguró que el oficial entregó esa noche la cinta con su proclama al propio Manolo, quien se la paso a él y a Roberto Duvergé con la encomienda de hacerla difundir llegado el momento. Estaba en la propia voz del oficial… “muy bien escrita, bien ponderada”, recordó Fernández Muñoz, con una marcha militar de fondo. La idea consistía en simular un secuestro en Radio Cristal, situada en plena calle Del Conde, en la zona céntrica de la ciudad, y para ello contaban con la colaboración de los hermanos Luis Armando Asunción y Mario Báez Asunción, directivos y locutores de la estación.
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A mediados de octubre, Piky Lora recibió nuevas instrucciones. Esta vez tenía que trasladarse a una casa en San José de Ocoa de una familia de apellido Sención, a la que no conocía. Allí fue a buscarle días después Ramón Sanz Espejo, dirigente del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), del derrocado presidente Bosch, quien le dejó en las estribaciones de la Cordillera Central, en un lugar remoto y desolado a partir de donde no podían seguir en vehículo. Le esperaba un campesino con una recua de mulos en compañía del cual comenzó a subir. Tras una travesía de horas, llegaron a la casa de su acompañante, donde lo primero que ella hizo fue vestirse como una campesina.
Su responsabilidad, en la que Polo Rodríguez cifraba el éxito de la insurrección en aquella zona, consistía en formar centros de abastecimientos de alimentos para la guerrilla y sembrar la semilla de la revolución en la mente de los campesinos, hablándoles en su propio lenguaje. Para cumplir esta misión, Piky se hacía pasar como una maestra. Empezó su tarea alfabetizando niños, a la espera de la confirmación de la fecha del levantamiento.
Era un lugar muy adentro en la cordillera, con temperaturas que le hacían temblar de frío y le helaban los huesos, especialmente en aquellas noches largas de insomnio, a las que seguían madrugadas de espesa neblina en las que los arroyuelos amanecían cubiertos de escarchas. Las frazadas y la gruesa ropa militar, sin armamentos, que formaban parte de su cargamento, no resultaban suficientes para contener sus convulsiones en aquellas solitarias noches de larga espera.
Mientras aguardaba por sus compañeros para unirse a la guerrilla, y se afanaba por llenar a cabalidad su peligrosa misión, Piky se dijo en más de una oportunidad que la experiencia por venir iba a ser en extremo difícil. Con razón aquel recóndito lugar se llamaba “Quita Sueño”.
Polo Rodríguez y otros compañeros suyos del Buró Militar del partido habían estado antes por aquella zona, en busca de apoyo y tratando de familiarizarse con el terreno. Polo conocía el pequeño poblado donde ella estaba y un lugar cercano llamado La Horma, relativamente próximo a Rancho Arriba, donde operaba un puesto militar. En todos los alrededores creía tener amigos y por ende las primeras columnas de una futura base social para la guerrilla. El papel que se le tenía reservado a Piky, una vez establecido el frente, era la de servir de mensajera con los lugareños, de manera que pudiera trasladarse fácilmente a la ciudad, tantas veces como fuera necesario. Le favorecía su aspecto físico, parecido al de una campesina, con sus apenas cinco pies y dos pulgadas y sus escasas 98 libras de peso. Piky carecía de entrenamiento militar, en cambio, pese a su débil contextura física, era una buena atleta que corría, nadaba y montaba a caballo con suma facilidad.
En su fuero interno, sin embargo, estaba convencida de que todo eso no era suficiente para vencer o sobrevivir a las duras pruebas que se acercaban.
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