Por Justo Pedro Castellanos.
Insatisfecho y burlado, el pueblo dominicano tomaba las calles nuevamente. Un grupo de honestos militares dominicanos conocidos como los "constitucionalistas", había dado a la luz la conspiración que fraguaba desde hacía dos años en defensa del gobierno y de la Constitución de 1963. El pueblo, originalmente no invitado al evento, no sólo hizo coro gigantesco y dio su apoyo sino que, además, sin permiso ni aviso previo, asumió el protágónico papel que le correspondía, toda vez que él había llevado a Juan Bosch al poder y elegido a los constituyentes de 1963. Era el 24 de abril de 1965, sábado en la tarde.
El gobierno del presidente Bosch, primero electo democráticamente en más de tres décadas de vida republicana, duró tan solo siete meses, repletos, por demas, de encarnizadas intrigas y atropellos de todo tipo contra el gobierno y el pueblo dominicanos. Al final, el 25 de septiembre, "Bosch era -en palabras de Piero Gleijeses- un prisionero en el Palacio Presidencial. (...) El interludio democrático había concluído. Al amanecer, los líderes de seis partidos ‘democráticos' se dirigían velozmente hacia el Palacio a través de las desiertas calles de la capital, para arrojarse allí, como chacales, sobre el cadáver del Gobierno que tan valientemente habían contribuído a liquidar" (La crisis dominicana, p. 97).
Entre los militares, sin embargo, "unos pocos oficiales" (Gleijeses, p. 114) se habían opuesto "sinceramente a cualquier golpe" (ibíd.) y habían adelantado esfuerzos, primero para evitarlo y, luego, para deshacerlo y restablecer el régimen derrocado. En esas estaban, cuando una noche de diciembre de 1964, su líder, el teniente coronel Rafael Fernández Domínguez, -según Hamlet Hermann,"el más lúcido de los militares patriotas que ha conocido la República Dominicana en su historia moderna" (Francis Caamaño, p. 117)-, contactó al coronel Francisco Caamaño Deñó y recibió de este la respuesta que buscaba: "Rafaelito, cuenta conmigo. Donde tú mueras, muero yo" (Hermann, p. 128).
El 24 de abril, producto de toda esta labor conspirativa, se desarrolla, pues, el contragolpe. El hecho, sin embargo, supera el conflicto, trasciende la coyuntura. En la ocasión, en efecto, se liberan fuerzas de todo tipo, por mucho tiempo represadas en el cuerpo dominicano, añejas e irresueltas contradicciones que recobraban intensa vigencia, hechos y proyectos inconclusos que retomaban viejos cauces. Así, cuando al iniciar aquella tarde la conspiración es puesta al descubierto y es radialmente difundida su existencia, "un torrente humano se lanzó a las calles" (Hermann, p. 146) que, "[e]n unos minutos, (...) hervían de gente que gritaba, se agitaba y se exaltaba, unida en su oposición al Triunvirato y en su apoyo al golpe militar" (Gleijeses, pp. 169- 170). Entonces, "[l]a primera consigna voceada fue: ‘Regresa Juan Bó'. Personas palmeando rítmicamente y vehículos tocando sus bocinas al mismo compás inundaban las calles dominicanas" (Hermann, p. 148).
Minutos antes de aquel mediodía, mientras "se encontraba terminando el almuerzo en compañía de su tío Alejandro Deñó (Chibú) y de su esposa María Paula Acevedo (Chichita)" (Hermann, p. 144), el coronel Caamaño había recibido una inesperada llamada telefónica: "Francis, ven que esto ya explotó" (ibíd.), le había dicho al auricular una voz agitada. "De inmediato fue a buscar ropa qué ponerse" (ibíd.). Era la 1:30 de una tarde calurosa. Requerido con urgencia por sus compañeros rebeldes, se vistió rápidamente y se dirigió al Campamento 16 de agosto, en el ki1ómetro 26 de la carretera Duarte, a reunirse con los suyos.
En aquel momento, el coronel Caamaño era un oficial tradicional, si bien había asumido una actitud crítica contra la corrupción cada vez más desembozada de sus jefes policiales. Políticamente, sin embargo, era un hombre conservador, lo que evidenciaba cierto desfase con sus -más radicales- actitudes éticas. Sin sospecharlo, tres días después -y, más aún, al final de todo esto-, sería otro hombre. Sin proponérselo -e, incluso, muy ajeno a ello-, daría un gran salto, impresionante y apasionante por todo lo que significó y significa para el pueblo dominicano: se convirtió en el prototipo del patriota y del luchador por la soberanía nacional, un héroe como hacía muchos años no teníamos entre nosotros.
Por cierto que, como ocurre con frecuencia, sus enemigos lo ayudarían a realizar esa metamorfosis, a sacar de sus entrañas a un hombre superior al que había sido. En efecto, a su particular sensibilidad humana y social -fundamental en todo esto- se sumarían el impacto que le producirian la descomunal capacidad genocida de algunos compañeros de armas, adversarios suyos ahora y, luego, de los invasores norteamericanos; el heroísmo del pueblo dominicano al enfrentar a sus enemigos en condiciones profundamente desiguales; la brutal agresión a nuestras dignidad y soberanía; todo lo cual lo fue empujando, cambiando, llevándolo hacia otros estadios éticos, políticos e ideológicos.
Desde la tarde del 24, fue protagonista esencial de cada momento y cada vez lo fue con una calidad superior. Algunos de esos muchos momentos lo marcaron, lo definieron para siempre. El martes 27, por ejemplo: ese día acude, en compañía del teniente coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez y de otros oficiales constitucionalistas, a la embajada norteamericana a proponerle que sirvieran de intermediarios con los de San Isidro para lograr un cese al fuego y evitar una confrontacion que prometía ser cruenta y que, por demás, consideraban evitable. El embajador William Tapley Bennett, tomando el pedimento de mediación como rendición incondicional de los rebeldes, se dispuso a regañarlos y humillarlos. Aquello fue suficiente, aquello fue demasiado: "Dícese que el coronel Caamaño, al salir de la oficina del Embajador estadounidense dijo: ‘Nosotros vamos a demostrarle lo que es morir con dignidad" (Hermann, p. 195).
Convencido de que aquella tarde "la lucha se estaba decidiendo (...) en el puente Duarte" (ibíd.), se dirigió allí y con esa decisión, así de "súbita" (Hermann, p. 197), "introdujo en la marcha de los acontecimientos una fuerza nueva, (...) que fue capaz de imprimirle otra dirección a los resultados" (ibíd.). De tal forma, después de la batalla "[t]odo había cambiado de repente; nada sería igual en lo adelante" (Hermann, p. 196), incluso para él que en la noche, con palabras nunca dichas, confesaría: "Tú sabes que yo me siento hoy mejor que nunca. En mi vida me había sentido así. Porque me doy cuenta de que ya yo no soy un militar que solamente obedece órdenes. Ya las órdenes que yo reciba de ahora en adelante me las va a dar el pueblo dominicano. Ya yo no tengo jefe y solamente me debo al pueblo" (Hermann, 203- 204).
El día 28 se produce otro momento definitorio, cuando Estados Unidos inició lo que "[d]esde el ‘bloqueo de Berlín en 1948" (Hermann, p. 219) vendría a ser "el puente aéreo más grande que conocía la humanidad" (ibíd.): la segunda invasión norteamericana contra la República Dominicana. El viernes 30, informado de los desplazamientos de las tropas invasoras por el territorio capitalino, haría tronar su voz: "Fuego a los americanos, fuego bajo toda circunstancia. No pueden violar nuestro territorio" (Hermann, p. 218).
Estos días de abril son largos, llegan a septiembre.
Desde que el 3 de mayo de 1965, Juan Bosch, exiliado en Puerto Rico, le ordenara telefónicamente "con una firmeza tal que despejaba cualquier duda" (Hermann, p. 236): "Coronel, yo no le estoy consultando; le estoy dando una orden, la de que asuma la Presidencia del gobierno revolucionario" (ibíd.), y él le contestara disciplinadamente y con "admiración y respeto" (ibíd.): "Si se trata de una orden, la cumpliré lo mejor que pueda" (ibíd.); desde entonces había cumplido con creces aquella encomienda. El 3 de septiembre, sin embargo, frustradas las esperanzas nacionales por la superioridad militar extranjera, luego de dos meses de negociaciones, el presidente Caamaño presentó su renuncia, para así dar paso a un gobierno provisional y, en "un acto apoteósico" (Hermann, p. 325), ante "la mayor cantidad de dominicanos que alguna vez se hubiera reunido en un acto político" (ibíd.), fue a decir y hacer, esencialmente, lo siguiente: "Porque me dió el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece" (ibíd.).
Estaba en la cima de la nación dominicana, en lo más alto de la patria. Líder de la defensa de su soberanía nacional y del restablecimiento de la constitucionalidad conculcada, dirigente primerísimo del que, según Juan Bosch, sería el "último y a la vez el más fuerte intento de revolución burguesa conocido en la historia de nuestro país" (La Guerra de la Restauración, p. 259), cerraba un ciclo vital en la historia dominicana.
Estos días de abril son largos, llegan a septiembre y siguen hasta hoy.
Allá -aquí-, en el espacio augusto de nuestros héroes y mártires, rodeado de pares suyos, aquellos que son objeto de la generalizada admiración y del incuestionable e irreductible amor del colectivo dominicano; allá -aquí-, quedó instalado justamente para siempre, si bien no como estatua fría, no como figura etérea, útil tan solo para la recordación, la nostalgia, los mítines, los carteles, las consignas, las canciones, las flores; sino como esencia viva, como energía que vibra, que fluye, que circula cotidianamente entre nosotros.
Y así, porque está visto que los seres como él son capaces de andar ágilmente por la historia y cruzar con inigualable gracia los ciclos históricos, lo veremos nuevamente -siempre-, cada vez que sea necesario, reiterando sus gestas, liderando las luchas que una vez libró, haciendo tronar su voz de fuego contra quienes osen afectar los sagrados intereses de la integridad, de la soberanía y de la dignidad nacionales.
¡Loor al coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, al presidente de la república en armas, a cincuenta años de aquel abril imperecedero, profunda y orgullosamente dominicano!
El gobierno del presidente Bosch, primero electo democráticamente en más de tres décadas de vida republicana, duró tan solo siete meses, repletos, por demas, de encarnizadas intrigas y atropellos de todo tipo contra el gobierno y el pueblo dominicanos. Al final, el 25 de septiembre, "Bosch era -en palabras de Piero Gleijeses- un prisionero en el Palacio Presidencial. (...) El interludio democrático había concluído. Al amanecer, los líderes de seis partidos ‘democráticos' se dirigían velozmente hacia el Palacio a través de las desiertas calles de la capital, para arrojarse allí, como chacales, sobre el cadáver del Gobierno que tan valientemente habían contribuído a liquidar" (La crisis dominicana, p. 97).
Entre los militares, sin embargo, "unos pocos oficiales" (Gleijeses, p. 114) se habían opuesto "sinceramente a cualquier golpe" (ibíd.) y habían adelantado esfuerzos, primero para evitarlo y, luego, para deshacerlo y restablecer el régimen derrocado. En esas estaban, cuando una noche de diciembre de 1964, su líder, el teniente coronel Rafael Fernández Domínguez, -según Hamlet Hermann,"el más lúcido de los militares patriotas que ha conocido la República Dominicana en su historia moderna" (Francis Caamaño, p. 117)-, contactó al coronel Francisco Caamaño Deñó y recibió de este la respuesta que buscaba: "Rafaelito, cuenta conmigo. Donde tú mueras, muero yo" (Hermann, p. 128).
El 24 de abril, producto de toda esta labor conspirativa, se desarrolla, pues, el contragolpe. El hecho, sin embargo, supera el conflicto, trasciende la coyuntura. En la ocasión, en efecto, se liberan fuerzas de todo tipo, por mucho tiempo represadas en el cuerpo dominicano, añejas e irresueltas contradicciones que recobraban intensa vigencia, hechos y proyectos inconclusos que retomaban viejos cauces. Así, cuando al iniciar aquella tarde la conspiración es puesta al descubierto y es radialmente difundida su existencia, "un torrente humano se lanzó a las calles" (Hermann, p. 146) que, "[e]n unos minutos, (...) hervían de gente que gritaba, se agitaba y se exaltaba, unida en su oposición al Triunvirato y en su apoyo al golpe militar" (Gleijeses, pp. 169- 170). Entonces, "[l]a primera consigna voceada fue: ‘Regresa Juan Bó'. Personas palmeando rítmicamente y vehículos tocando sus bocinas al mismo compás inundaban las calles dominicanas" (Hermann, p. 148).
Minutos antes de aquel mediodía, mientras "se encontraba terminando el almuerzo en compañía de su tío Alejandro Deñó (Chibú) y de su esposa María Paula Acevedo (Chichita)" (Hermann, p. 144), el coronel Caamaño había recibido una inesperada llamada telefónica: "Francis, ven que esto ya explotó" (ibíd.), le había dicho al auricular una voz agitada. "De inmediato fue a buscar ropa qué ponerse" (ibíd.). Era la 1:30 de una tarde calurosa. Requerido con urgencia por sus compañeros rebeldes, se vistió rápidamente y se dirigió al Campamento 16 de agosto, en el ki1ómetro 26 de la carretera Duarte, a reunirse con los suyos.
En aquel momento, el coronel Caamaño era un oficial tradicional, si bien había asumido una actitud crítica contra la corrupción cada vez más desembozada de sus jefes policiales. Políticamente, sin embargo, era un hombre conservador, lo que evidenciaba cierto desfase con sus -más radicales- actitudes éticas. Sin sospecharlo, tres días después -y, más aún, al final de todo esto-, sería otro hombre. Sin proponérselo -e, incluso, muy ajeno a ello-, daría un gran salto, impresionante y apasionante por todo lo que significó y significa para el pueblo dominicano: se convirtió en el prototipo del patriota y del luchador por la soberanía nacional, un héroe como hacía muchos años no teníamos entre nosotros.
Por cierto que, como ocurre con frecuencia, sus enemigos lo ayudarían a realizar esa metamorfosis, a sacar de sus entrañas a un hombre superior al que había sido. En efecto, a su particular sensibilidad humana y social -fundamental en todo esto- se sumarían el impacto que le producirian la descomunal capacidad genocida de algunos compañeros de armas, adversarios suyos ahora y, luego, de los invasores norteamericanos; el heroísmo del pueblo dominicano al enfrentar a sus enemigos en condiciones profundamente desiguales; la brutal agresión a nuestras dignidad y soberanía; todo lo cual lo fue empujando, cambiando, llevándolo hacia otros estadios éticos, políticos e ideológicos.
Desde la tarde del 24, fue protagonista esencial de cada momento y cada vez lo fue con una calidad superior. Algunos de esos muchos momentos lo marcaron, lo definieron para siempre. El martes 27, por ejemplo: ese día acude, en compañía del teniente coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez y de otros oficiales constitucionalistas, a la embajada norteamericana a proponerle que sirvieran de intermediarios con los de San Isidro para lograr un cese al fuego y evitar una confrontacion que prometía ser cruenta y que, por demás, consideraban evitable. El embajador William Tapley Bennett, tomando el pedimento de mediación como rendición incondicional de los rebeldes, se dispuso a regañarlos y humillarlos. Aquello fue suficiente, aquello fue demasiado: "Dícese que el coronel Caamaño, al salir de la oficina del Embajador estadounidense dijo: ‘Nosotros vamos a demostrarle lo que es morir con dignidad" (Hermann, p. 195).
Convencido de que aquella tarde "la lucha se estaba decidiendo (...) en el puente Duarte" (ibíd.), se dirigió allí y con esa decisión, así de "súbita" (Hermann, p. 197), "introdujo en la marcha de los acontecimientos una fuerza nueva, (...) que fue capaz de imprimirle otra dirección a los resultados" (ibíd.). De tal forma, después de la batalla "[t]odo había cambiado de repente; nada sería igual en lo adelante" (Hermann, p. 196), incluso para él que en la noche, con palabras nunca dichas, confesaría: "Tú sabes que yo me siento hoy mejor que nunca. En mi vida me había sentido así. Porque me doy cuenta de que ya yo no soy un militar que solamente obedece órdenes. Ya las órdenes que yo reciba de ahora en adelante me las va a dar el pueblo dominicano. Ya yo no tengo jefe y solamente me debo al pueblo" (Hermann, 203- 204).
El día 28 se produce otro momento definitorio, cuando Estados Unidos inició lo que "[d]esde el ‘bloqueo de Berlín en 1948" (Hermann, p. 219) vendría a ser "el puente aéreo más grande que conocía la humanidad" (ibíd.): la segunda invasión norteamericana contra la República Dominicana. El viernes 30, informado de los desplazamientos de las tropas invasoras por el territorio capitalino, haría tronar su voz: "Fuego a los americanos, fuego bajo toda circunstancia. No pueden violar nuestro territorio" (Hermann, p. 218).
Estos días de abril son largos, llegan a septiembre.
Desde que el 3 de mayo de 1965, Juan Bosch, exiliado en Puerto Rico, le ordenara telefónicamente "con una firmeza tal que despejaba cualquier duda" (Hermann, p. 236): "Coronel, yo no le estoy consultando; le estoy dando una orden, la de que asuma la Presidencia del gobierno revolucionario" (ibíd.), y él le contestara disciplinadamente y con "admiración y respeto" (ibíd.): "Si se trata de una orden, la cumpliré lo mejor que pueda" (ibíd.); desde entonces había cumplido con creces aquella encomienda. El 3 de septiembre, sin embargo, frustradas las esperanzas nacionales por la superioridad militar extranjera, luego de dos meses de negociaciones, el presidente Caamaño presentó su renuncia, para así dar paso a un gobierno provisional y, en "un acto apoteósico" (Hermann, p. 325), ante "la mayor cantidad de dominicanos que alguna vez se hubiera reunido en un acto político" (ibíd.), fue a decir y hacer, esencialmente, lo siguiente: "Porque me dió el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece" (ibíd.).
Estaba en la cima de la nación dominicana, en lo más alto de la patria. Líder de la defensa de su soberanía nacional y del restablecimiento de la constitucionalidad conculcada, dirigente primerísimo del que, según Juan Bosch, sería el "último y a la vez el más fuerte intento de revolución burguesa conocido en la historia de nuestro país" (La Guerra de la Restauración, p. 259), cerraba un ciclo vital en la historia dominicana.
Estos días de abril son largos, llegan a septiembre y siguen hasta hoy.
Allá -aquí-, en el espacio augusto de nuestros héroes y mártires, rodeado de pares suyos, aquellos que son objeto de la generalizada admiración y del incuestionable e irreductible amor del colectivo dominicano; allá -aquí-, quedó instalado justamente para siempre, si bien no como estatua fría, no como figura etérea, útil tan solo para la recordación, la nostalgia, los mítines, los carteles, las consignas, las canciones, las flores; sino como esencia viva, como energía que vibra, que fluye, que circula cotidianamente entre nosotros.
Y así, porque está visto que los seres como él son capaces de andar ágilmente por la historia y cruzar con inigualable gracia los ciclos históricos, lo veremos nuevamente -siempre-, cada vez que sea necesario, reiterando sus gestas, liderando las luchas que una vez libró, haciendo tronar su voz de fuego contra quienes osen afectar los sagrados intereses de la integridad, de la soberanía y de la dignidad nacionales.
¡Loor al coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, al presidente de la república en armas, a cincuenta años de aquel abril imperecedero, profunda y orgullosamente dominicano!
En aquel momento, el coronel Caamaño era un oficial tradicional, si bien había asumido una actitud crítica contra la corrupción cada vez más desembozada de sus jefes policiales. Políticamente, sin embargo, era un hombre conservador, lo que evidenciaba cierto desfase con sus -más radicales- actitudes éticas. Sin sospecharlo, tres días después -y, más aún, al final de todo esto-, sería otro hombre. Sin proponérselo -e, incluso, muy ajeno a ello-, daría un gran salto, impresionante y apasionante por todo lo que significó y significa para el pueblo dominicano: se convirtió en el prototipo del patriota y del luchador por la soberanía nacional, un héroe como hacía muchos años no teníamos entre nosotros.
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