Esto se aplica a la cúpula de Poder de muchos países en todo el mundo.
Ricardo Paz Ballivián
Lucio Quincio Cincinato vivió en Roma y sus
alrededores del 519 a.C. hasta el 439 a.C. Era un patricio que llegó a ser
máxima autoridad como cónsul, general de las legiones y hasta dictador durante
un breve periodo. En varias oportunidades llegó, sin pretender mucho, a la
cúspide del poder y en todas esas oportunidades se retiró lo más pronto que
pudo a su vida de agricultor. Su desapego por el poder resultó ser
paradigmática y hoy se lo recuerda precisamente como un símbolo del virtuosismo
político.
La república romana atravesaba, en los años de Cincinato, momentos difíciles por causa de un inminente ataque de los ecuos y volscos, dos tribus tradicionalmente enemigas de los latinos romanos. Dando se cuenta de la desesperada situación, los cónsules decidieron recurrir a Cincinato.
Un oficial lo encontró arando la tierra y con dificultad logró convencerlo de que aceptara la posición del dictador, un título que le concedió el poder absoluto bajo su control. Al mando de un poderoso ejército se encontró con el enemigo y ganó -según la leyenda- en un solo día. En posesión del botín enorme regresó a Roma, renunció a su hegemonía y regresó a la vida sencilla de un campesino.
No hay muchos Cincinatos a lo largo de la historia. Por raros, uno puede recordarlos con facilidad: George Washington o Nelson Mandela, entre los extranjeros y Víctor Paz entre los nuestros. Líderes indiscutibles que supieron retirarse del poder sin caer en la tentación del mandato vitalicio. Humildes en su grandeza, prefirieron abandonar el ejercicio de la autoridad sobre los demás para refugiarse en la placidez de la vida simple, siempre por supuesto, después de cumplido su deber.
La norma entre los poderosos es más bien la contraria. Una vez en el poder, buscan una y mil maneras para no abandonarlo nunca más. Ahí sí la historia nos da incontables ejemplos y en todas las latitudes. Los autócratas se caracterizan por creerse consagrados por designios divinos y por consiguiente suponen que sus mandatos sólo deben culminar con su muerte. Se autoproclaman indispensables y vitalicios en la función de gobernar e, independientemente de si llegaron al poder por los hechos o los votos, se convencen de mantenerse en el mando más allá de la voluntad del resto de la sociedad.
Esto hace que de tiempo en tiempo se ponga de nuevo en el tapete la vigencia del debate entre democracia y dictadura. Surgen quienes sostienen que las dictaduras son a veces necesarias, como por ejemplo, dicen, para detener el avance de los integrismos islámicos que podrían poner en grave riesgo la estabilidad de la paz mundial. El propio Gadaffi intentó mostrar el levantamiento democrático de los libios como una jugada de Osama Bin Laden.
Obviamente este tipo de razonamiento no es nuevo. Lo usaron siempre los dictadores. Julio César para "detener el avance de los bárbaros y consolidar Roma”, Hitler respecto "el peligro judío” o Pinochet "el riesgo comunista”. Caer en esa trampa resulta suicida para los pueblos.
En Bolivia se han comenzado a escuchar esas voces. De boca de los líderes más característicos hasta de la de los mandos medios salen expresiones como: "no podemos permitir que retorne el neoliberalismo”, "los privatizadores no deben regresar jamás”, "el proceso de cambio no puede ponerse en riesgo”. Toda esa parafernalia con el único objetivo de justificar la presencia perene del actual esquema político.
Si esas voces tuvieran eco y se convirtieran en la consigna principal de acción política de los mandamases del momento, Bolivia, a muy corto plazo, podría volver a verse inmersa en una severa crisis política debido a esos afanes monopólicos y la vocación autoritaria de sus ponentes.
Bolivia no ha podido resolver la crisis de Estado que vive desde hace más de una década y la posibilidad de hacerlo sólo puede estar en el ejercicio y profundización de la democracia, o sea el ejercicio del poder popular mediante el gobierno de las leyes y las instituciones. Hay quien debe saber que ha llegado la hora para dejar el poder.
Ricardo Paz Ballivián es sociólogo, presidente ejecutivo del Centro
La república romana atravesaba, en los años de Cincinato, momentos difíciles por causa de un inminente ataque de los ecuos y volscos, dos tribus tradicionalmente enemigas de los latinos romanos. Dando se cuenta de la desesperada situación, los cónsules decidieron recurrir a Cincinato.
Un oficial lo encontró arando la tierra y con dificultad logró convencerlo de que aceptara la posición del dictador, un título que le concedió el poder absoluto bajo su control. Al mando de un poderoso ejército se encontró con el enemigo y ganó -según la leyenda- en un solo día. En posesión del botín enorme regresó a Roma, renunció a su hegemonía y regresó a la vida sencilla de un campesino.
No hay muchos Cincinatos a lo largo de la historia. Por raros, uno puede recordarlos con facilidad: George Washington o Nelson Mandela, entre los extranjeros y Víctor Paz entre los nuestros. Líderes indiscutibles que supieron retirarse del poder sin caer en la tentación del mandato vitalicio. Humildes en su grandeza, prefirieron abandonar el ejercicio de la autoridad sobre los demás para refugiarse en la placidez de la vida simple, siempre por supuesto, después de cumplido su deber.
La norma entre los poderosos es más bien la contraria. Una vez en el poder, buscan una y mil maneras para no abandonarlo nunca más. Ahí sí la historia nos da incontables ejemplos y en todas las latitudes. Los autócratas se caracterizan por creerse consagrados por designios divinos y por consiguiente suponen que sus mandatos sólo deben culminar con su muerte. Se autoproclaman indispensables y vitalicios en la función de gobernar e, independientemente de si llegaron al poder por los hechos o los votos, se convencen de mantenerse en el mando más allá de la voluntad del resto de la sociedad.
Esto hace que de tiempo en tiempo se ponga de nuevo en el tapete la vigencia del debate entre democracia y dictadura. Surgen quienes sostienen que las dictaduras son a veces necesarias, como por ejemplo, dicen, para detener el avance de los integrismos islámicos que podrían poner en grave riesgo la estabilidad de la paz mundial. El propio Gadaffi intentó mostrar el levantamiento democrático de los libios como una jugada de Osama Bin Laden.
Obviamente este tipo de razonamiento no es nuevo. Lo usaron siempre los dictadores. Julio César para "detener el avance de los bárbaros y consolidar Roma”, Hitler respecto "el peligro judío” o Pinochet "el riesgo comunista”. Caer en esa trampa resulta suicida para los pueblos.
En Bolivia se han comenzado a escuchar esas voces. De boca de los líderes más característicos hasta de la de los mandos medios salen expresiones como: "no podemos permitir que retorne el neoliberalismo”, "los privatizadores no deben regresar jamás”, "el proceso de cambio no puede ponerse en riesgo”. Toda esa parafernalia con el único objetivo de justificar la presencia perene del actual esquema político.
Si esas voces tuvieran eco y se convirtieran en la consigna principal de acción política de los mandamases del momento, Bolivia, a muy corto plazo, podría volver a verse inmersa en una severa crisis política debido a esos afanes monopólicos y la vocación autoritaria de sus ponentes.
Bolivia no ha podido resolver la crisis de Estado que vive desde hace más de una década y la posibilidad de hacerlo sólo puede estar en el ejercicio y profundización de la democracia, o sea el ejercicio del poder popular mediante el gobierno de las leyes y las instituciones. Hay quien debe saber que ha llegado la hora para dejar el poder.
Ricardo Paz Ballivián es sociólogo, presidente ejecutivo del Centro
Boliviano de Gerencia Política.
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