Uno se pregunta si el humano está en verdad capacitado para ser buenamente libre.
La respuesta no es halagadora.
Está capacitado para esclavizarse internamente a buenas elecciones para sí y para el prójimo. La buena conducta no es un ejercicio de libertad sino de restricciones. Rousseau escribió en “El contrato social” que “La libertad es un alimento suculento, pero de difícil digestión”.
¿Qué se puede hacer con la libertad? Controlarla.
Nosotros, los dominicanos, (y no somos los únicos) al desembarazarnos de una feroz dictadura de tres décadas, caímos en el viejo error de confundir la libertad con el libertinaje. Pasamos del horror del orden al horror del desorden.
Tras la eliminación de Trujillo, desaparecido el grave peligro que representaba cualquier oposición, crítica o “frialdad” hacia el régimen férreo, proliferaron los políticos ávidos de atragantarse el suculento pastel que permanentemente tenía “El Jefe” servido en su mesa. Aparecieron miles de impensables trujillitos, con otro tipo de crueldad que parecía y parece libertad, democracia y tolerancia. Pero ¿lo es?
No.
¿Se ha corregido la injusticia social? No.
Los “derechos humanos” han venido a ser el derecho a robarle millones al pueblo. En lugar de un ladrón con cinco estrellas tenemos una multitud de jefecitos –muy poderosos, podridos en dinero– a los cuales la justicia y las leyes no tocan ni con el pétalo perfumado de un dólar u otra moneda fuerte.
Si acaso, por razones secretas, señalan, “juzgan”, “condenan” y “encarcelan” a alguien, nos lo encontramos feliz y contento en actos sociales, en algún restaurante o resort de lujo, ya que no puede permanecer en la cárcel sino en algunos momentos “porque no están bien de salud”.
Mi madre solía decir que el dinero, como el amor, no se pueden ocultar. Pero esta gente no tiene interés en ocultar nada. Todo está a la vista, con las graves faltas arrebujadas en impunidades… judiciales y de aceptación social, que es aún más grave por la cantidad de gente que envuelve.
Y la degeneración que implica.
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