Por Gustavo Coronel
En la novela de Jorge Zalamea, “ El Gran Burundúm-Burundá ha muerto” se narra como el dictador llegó al poder mediante su fuerza expresiva. Pero, una vez en el poder, la pierde.
“El dictador de El Gran Burundúm-Burundá alcanza el poder por la fuerza de una peculiar expresión lingüística y de pronto pierde la natural fluidez de su elocuencia”. El dictador se convierte en tartamudo. Debido a este impedimento “llega a dar la orden de un silencio total mediante la supresión de la palabra, así elimina la diferencia que le hace sentir inferior y establece un control más fuerte sobre las masas de su país”.
Esta orden de silencio total que da el dictador se parece a la dictada por el rey desnudo, a quien la gente no debía ver. Una variante de esta naturaleza absurda puede verse en “Yo el Supremo”, de Roa Bastos, obra en la cual el nombre del dictador nunca es mencionado, solo es “el supremo”, algo parecido a lo del “comandante eterno inter-galáctico”.
En su libro “Los dictadores y la dictadura en la novela hispanoamericana 1851-1978”, Adriana Sandoval habla sobre la obra de Ramón del Valle Inclán, “El Tirano Banderas”, la cual “explota la calidad absurda, ridícula, esperpéntica de los dictadores [latinoamericanos] tratados con un cierto grado de ironía y sátira”. Este esperpentismo del dictador latinoamericano es también mencionado por Vargas Llosa y García Márquez en sus respectivas novelas sobre el chivo y el patriarca.
En “El Señor Presidente”, de Miguel Ángel Asturias, es el miedo el que apuntala el poder dictatorial. Pero en otras novelas, como “El Otoño del Patriarca”, de García Márquez, el que se siente solo y tiene miedo hasta de su propia sombra es el dictador. Solo y desconfiado, como se sentía el fallecido sátrapa Hugo Chávez, quizás con razón, porque parece ser que lo asesinaron los cubanos.
Falta por escribirse una novela sobre la dictadura de Nicolás Maduro, la cual probablemente se titularía: “El Payaso Asesino”. En Maduro la cursilería y la estupidez alcanzan niveles nunca antes vistos en la política latinoamericana. Ni siquiera Chapita Trujillo, al concederle a Ramfis el grado de Coronel del ejército a los 9 años, alcanzó un grado tal de esperpentismo como el que ha alcanzado Maduro, con sus discursos sobre los panes y penes, los libros y libras, la frontera entre Venezuela y Portugal, los telescopios que se usan para oír el corazón y sus mal hilvanadas descripciones de los “golpes de estado” a los cuales ha sido sometido. En muchos sentidos Maduro es el Burundá del Burundúm de Chávez, es decir, el tartamudo que trata de compensar sus limitaciones con el ejercicio de una demencial crueldad y abuso de poder.
Maduro siempre está desempeñando un papel y lo hace mal, como personaje de una tele- novela de Román Chalbaud. Su aspecto grotesco, enfundado siempre en una busaca tricolor, acompañado en sus viajes por una tristona imagen femenina que recuerda más a Nina Kujarchuck de Jruschov que a Jacqueline Bouvier de Kennedy, es el de alguien tratando de parecer respetable y digno, sin lograr más que lucir grotesco. Como intuye esta situación, trata de ser enérgico y apenas logra ser un payaso cruel, un bufón asesino.
Lo que será tema de intenso estudio por los historiadores del futuro es como un país con tradición democrática y con fama de bravo pueblo pudo tolerar ser humillado, abofeteado, escupido y evacuado por un payaso asesino como Nicolás Maduro. La razón habrá que buscarla en el apoyo incondicional que recibió de un ejército indigno y traidor, más ocupado en contrabandear gasolina y traficar en drogas que en cumplir con su misión de defender la democracia y la constitución. Ello explica pero no justifica la resignación de una gran porción del país, arrodillado frente al payaso asesino.
Otra explicación está dada por el soporte recibido por políticos latinoamericanos invertebrados, como Insulza, Samper y Mujica, así como de parásitos de la riqueza petrolera venezolana a lo Castro, Kirchner, Morales y Ortega. Insulza es un caso muy especial. En Lima, Perú, el 13 de febrero de 2007, dijo a los medios de comunicación: “Fidel Castro es un líder carismático que ha marcado medio siglo de la vida hemisférica… y esa personalidad ha terminado por imponer como legítimo dentro del hemisferio o dentro de América Latina un régimen como el que hoy día tiene Cuba”. Es decir, para este personaje es suficiente que un dictador se mantenga en el poder a punta de asesinatos, prisiones y persecuciones para adquirir legitimidad. Uno se pregunta cómo puede alguien así estar a cargo de una organización hemisférica encargada de mantener la democracia en la región. Samper no tiene mejores credenciales y sus melosas y rastreras actuaciones desdeUNASUR sobre Venezuela así lo evidencian.
Los dictadores latinoamericanos han sido una rara combinación de crueldad con cursilería y ridiculez.
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