Los dominicanos tenemos 20 años tratando de reformar el Estado. Todo comenzó con la crisis política desatada por las fraudulentas elecciones de 1994. Aquel trauma electoral precipitó una reforma constitucional que, gracias a la gran visión de José Francisco Peña Gómez –y a los juristas que en aquel momento lo asistieron en esa magna misión, Hugo Tolentino Dipp, Milton Ray Guevara y Emmanuel Esquea Guerrero-, no se limitó a la solución del impasse político coyuntural sino que plasmó decisiones políticas fundamentales respecto a la independencia de la judicatura, la prohibición de la reelección y el régimen político-electoral. Posteriormente, con la designación de una nueva Suprema Corte de Justicia en 1997, comenzó la primera ola de reforma judicial, la cual fue acompañada por un ingente esfuerzo de reforma del Estado, gracias a la primera presidencia de Leonel Fernández. Este esfuerzo culminaría en la reforma constitucional de 2010 que, en virtud de un consenso político, social y jurídico pocas veces visto en la historia dominicana -y cuya expresión más visible fue el pacto entre el Presidente Fernández y Miguel Vargas Maldonado-, nos permitió dotarnos de una nueva Constitución, que actualiza toda nuestra organización del poder y de la libertad, y cuyo compleción a través de la aprobación e implementación de las respectivas leyes orgánicas todavía es tarea que nos ocupa.
Mucho se podrá criticar la distancia que todavía existe entre el deber ser constitucional y el ser de la realidad política dominicana. Pero lo cierto es que hoy el Estado dominicano es más transparente, recauda más impuestos, celebra más licitaciones públicas, tiene un personal administrativo mucho más profesionalizado y mejores jueces y fiscales que en 1978. Es verdad que queda mucho por hacer en el plano de la institucionalidad política, como lo revela que, en clara manifestación del gatopardismo, esté aprobándose una ley de partidos sin garantías electorales que permitan la igualdad de oportunidades de los partidos en las elecciones. También es verdad que la corrupción sigue siendo un mal que nos afecta tanto en el plano de la Administración municipal como de la central. A pesar de todo lo anterior, y como lo ha expresado el Presidente Danilo Medina en la última rendición de cuentas al Congreso Nacional, las “iniciativas de transparencia y muchas otras prácticas que se están incluyendo en el quehacer diario de nuestras instituciones, están transformando profundamente la forma de trabajar de nuestros servidores públicos”. Muestra de esto último es la implementación del sistema de veeduría ciudadana, la transformación del ámbito de la contratación pública, la cada día más modernizada Administración Tributaria y los cambios radicales en la Administración financiera del Estado.
En otras palabras, mal que bien se ha reformado el Estado. Pero lo que se ha reformado poco es la economía. Nadie duda que el sinceramiento cambiario en el gobierno de Salvador Jorge Blanco motorizó el despegue de zonas francas y turismo, que en el periodo 1986-2000 se produjo una tímida pero sostenida liberalización y privatización, que en el gobierno de Hipólito Mejía se llevó a cabo la reforma monetaria y financiera y de la seguridad social, y que se ha producido una lenta evolución hacia un Estado regulador –hoy, sin embargo, amenazada por la eventual repolitización del sector de telecomunicaciones mediante la conversión de INDOTEL en un Ministerio de Telecomunicaciones-. A pesar de estas manifiestas transformaciones, hoy, al igual que en el siglo XVII, en República Dominicana, como bien nos explica Pedro Mir en su ensayo “El gran incendio: los balbuceos americanos del capitalismo mundial”, la verdadera revolución pendiente sigue siendo la revolución capitalista. No es exceso de capitalismo lo que tenemos: es que nos hacen falta más capitalistas propietarios. Es innegable que hay que activar el empleo y que la mejor manera de hacerlo es activar la empresa creadora del mismo pero en realidad deberíamos aspirar a tener más propietarios que proletarios. Por eso hay que garantizar el acceso a la propiedad inmobiliaria titulada de miles dominicanos que no pueden por ello acceder al crédito bancario; destrabar el crédito y aumentar el nivel de bancarización; fomentar la libre competencia y combatir los monopolios; crear asociaciones público-privadas para los servicios públicos y las infraestructuras, en el marco de un Estado garante; establecer, aparte del turismo, nuevas anclas de desarrollo, como la inexplotada energía renovable, la agroindustria, la biotecnología y la industria cultural; promover las micro y pequeñas empresas; y, lo más importante, incrementar sustancialmente y mejorar la calidad de la inversión no solo en educación sino también en innovación.
Pero… ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Permitirán los intereses creados una revolución capitalista en un país de monopolios, rentismo, capitalismo de amiguetes, donde todavía, como afirmaba Pedro Francisco Bonó en el siglo XIX, “la tendencia de todo el mundo […] es de obtener privilegios”? ¿Cómo construir el sujeto histórico de estos cambios (Laclau) frente a la imposibilidad, improcedencia e inmoralidad de un autoritarismo liberal a lo Pinochet o de que un hombre solo los acometa como Trujillo entre 1930 y 1961? La única respuesta es que esta construcción solo puede ser emprendida desde un Estado Social y Democrático de Derecho, en alianza con los sectores sociales y económicos más progresistas, en especial los minusvalorados empresarios emergentes y la azotada clase media, en un lento pero progresivo proceso de construcción de una hegemonía política y cultural (Gramsci) que haga indetenible el triunfo de la inconclusa revolución capitalista dominicana.
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