Dinastías totalitarias

POR: JULIETA MONTAÑO S. | 07/08/2016 | ED. IMP
Durante décadas, muchos países de Centroamérica, Sudamérica y el Caribe fueron gobernados por crueles dictaduras que persiguieron, torturaron, encarcelaron, desaparecieron y asesinaron a miles de mujeres y hombres por demandar justicia, igualdad y equidad. Para cumplir con su objetivo de perpetuarse en el poder, los dictadores sellaron pactos con castas militares corruptas, otorgándoles privilegios a cambio de tenerlas incondicionales.

No obstante la cruel represión que se desató, los indómitos pueblos se levantaron, hicieron presión ante la comunidad internacional y, aprovechando los cambios en las corrientes económicas, lograron establecer sistemas democráticos débiles y defectuosos. Al menos se inició el debate plural, se reconocieron legalmente a organizaciones políticas, sindicales y otras; se reconstituyó la institucionalidad; se empezaron a difundir, proteger y reconocer los derechos humanos; con muchas deficiencias, se avanzó en la separación de poderes como base de un Estado democrático.

El camino fue muy difícil, para unos más que para otros. Los años de autoritarismo dejaron desmanteladas las instituciones, y sobre esas ruinas se instalaron gobiernos elegidos por sus pueblos mediante voto popular.

Sin embargo, como si de una fatalidad se tratara, en los últimos años, vuelven a soplar perversos vientos de totalitarismo con modernizados métodos para dominar a sus pueblos, atemorizarlos mediante el uso de una justicia prostituida y el control de los medios de comunicación. Entretanto, los mandamases impunemente amasan fortunas producto de la inmisericorde corrupción.

Pueblos en los que corrieron ríos de sangre de mujeres y hombres que ofrendaron sus vidas por la libertad hoy son la hacienda de nuevas dinastías que se han ido constituyendo. Un patético ejemplo es Nicaragua, un país cuyos hijos se sacrificaron hasta derrotar a la tiranía de la dinastía somocista y encumbrar al movimiento sandinista y a su comandante Ortega. No imaginaron que, con tanta sangre derramada, solo se estaba cambiando el nombre del tirano e inaugurando el inicio de una nueva dinastía, la dinastía Ortega Murillo, conformada por una pareja de personajes inescrupulosos a quienes poco importa la vida, la integridad y la dignidad de las mujeres, incluida la de su propia hija; los desastres ecológicos y las penurias económicas de su pueblo. Como buena dinastía totalitaria, concentraron el poder en ellos como pareja, desconocieron su propia Constitución y no les importa la opinión pública mundial.