El retorno de Joaquín Balaguer, después de ocho años de gobierno perredeísta, obligaba la reprimenda condigna a los funcionarios que administraron la cosa pública. Nada mejor que el expediente penal para la descalificación momentánea.
Fue el inicio de la época de los procesos mediáticos, del juicio paralelo. Hubo más acusación, persecución y chismorreo que fallos. El método sirvió para la diversión y el escarnio, pero fue ineficaz. La posteridad así lo demostró.
Aquellos imputados, vejados, sometidos a la vergüenza de una incriminación continua, luego se sumaron a las huestes de la genuflexión. No resistieron el influjo todopoderoso del “Oráculo de Navarrete”. Apostaron al olvido y a esa complicidad criolla que devuelve honras con la misma presteza que las quita.
Ocurrió hace décadas. No existían redes sociales, ni ong, un vengador incontinente, de viperino verbo, tronaba. La intimidad de los adversarios estuvo en la palestra. El cumplimiento de la encomienda incluía la maldad.
No hubo cura, viuda, soltera, infante, periodista, empresario, que se librara de su discurso mendaz. Se usaban los medios, como foro público, para menospreciar y amenazar a representantes del ministerio público y del poder judicial.
La opinión pública tiene que funcionar, “sobre la presunción de que nuestros jueces y magistrados actúan bajo el exclusivo imperio de la ley. Toda manifestación de opinión que genere una presión sobre los tribunales, con la intención de influir en el ejercicio de sus funciones, debe ser rechazada”, afirma la jurista valenciana Serra Cristóbal. La presión fue ilimitada. La confusión de derechos prohijaba el abuso. La independencia de servidores judiciales asustaba, por eso el descrédito, para campear sobre su ruina y condenar. Porque el juicio paralelo pretende incidir en el ánimo de jueces y fiscales. Devora y después se convierte en caridad penal cuando el objetivo es logrado, abusando de la ignorancia colectiva y de la emocionalidad.
En aquel tiempo, un grupo importante de la minoría que controla la opinión, abjuraba del atropello, del procedimiento bajuno, desconocedor del orden público. Hoy, de manera inconcebible, reeditan el estilo. Como ayer, truenan y apuestan a la guillotina. Ignoran el pasado de agravios, a tantos arrastrados por el vendaval de la injuria, víctimas de la extorsión y la mentira.
El estrado mediático, es picota, desprecia al poder judicial que no maneja y asume el control de la opinión incauta. Teme la sentencia que contravenga planes y acuerdos. Es intimidación, burla, altanería.
La repetición de una saga perversa, de odio e insania. Ratifica la condición de aldea de este lar, la condición de clan impune de una minoría juzgadora que quiere trascendencia sin respetar ninguna institución que cuestione o afecte sus designios y proyectos.
Muchos de esos jueces de facto, encargados de la humillación y maltrato del poder judicial y del ministerio público, ganan fama y fortuna, gracias a esas instancias que difaman y desprestigian.
Los encargados del vituperio recorren tribunales y fiscalías del país para avalar demandas, interponer querellas, coaccionar, impedir o conseguir fallos. Negocian la medida de coerción y la libertad, conservan como recurso el ultraje y el chantaje para utilizarlos si la petición es rechazada. Viven en la cloaca que denuncian y cuando conviene, no perciben la fetidez.
“Cuanto coraje hay que tener para absolver a los condenados por el juicio paralelo o para condenar a uno que ya ha sido absuelto”, escribe Alejandro Nieto en “El Desgobierno Judicial” y cita al juez y político español Fernández Viagas: “¿Hasta qué punto los tribunales pueden fallar con la necesaria frialdad, cuando la prensa y el público han decidido? Corremos el peligro de que en un plazo no muy lejano los tribunales se limiten a sancionar lo decidido previamente por las masas”.
Es preocupante el rescate del estilo pernicioso. La reivindicación afecta el objetivo, más que válido, compartido. El fin de la impunidad debe ser propósito colectivo, pero no se logra con injurias, solo se consigue con sentencias, luego del debido proceso.
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