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martes, 10 de julio de 2018

¿Quiénes son los mediocres?

José Luis Taveras
Antes de que los prejuicios me aplasten por el título de este trabajo, me remito rápidamente a la definición de la mediocridad según la autoridad de la Real Academia Española de la Lengua: “de calidad media; de poco mérito, tirando a malo”. Obvio, el concepto ha sido semánticamente ensanchado.
La mediocridad es una condición sintomática (¿o emblemática?) de nuestros tiempos. Como sociedad del consumo global exigimos calidad en lo que compramos. La marca, como “verdad del mercado”, se asocia distintivamente a la calidad. Con la producción masificada de bienes y servicios, el comprador o usuario está dispuesto a pagar el precio, pero también a exigir derechos y garantías como consumidor.
La mediocridad no solo se vincula a las bajas condiciones de una mercancía; se asocia al desempeño humano. Una de sus expresiones más criticadas es la política. Y quienes lo hacen no son precisamente los que viven de ella, porque entre ellos la autocrítica es un ejercicio escaso.
A menudo nos aturde la queja recurrente de la gente sobre la mediocridad de los políticos y de las ineficiencias del sistema. A pesar de que el juicio generalmente no discrimina, pocas cosas pueden redimir las posibles excepciones en una “especie” considerada como mal necesario. El problema nuestro se agrava porque además de soportar sus excesos u omisiones, no tenemos, en la práctica, contrapesos institucionales robustos para exigirles un desempeño medianamente bueno. Es como comprar un producto dañado y sin garantía.
Es cierto, nuestra clase política es de muy bajos niveles, sin formación ni sensibilidad ética; de pobres visiones o valores funcionales, pero ¿quién la elige y le da vigencia? ¿Es la política causa o consecuencia de nuestras construcciones sociales? ¿De qué lado está la mediocridad? La política es sombra de nuestra ausencia; los políticos son exactamente lo que les dejamos ser. Para ellos la sociedad políticamente perfecta es la omisa. Nada distinto a lo que somos.
El argentino José Ingenieros publicó en 1913 su emblemática obra El hombre mediocre, en la que analiza el carácter moral del hombre mediocre y el idealista como dos arquetipos contrapuestos. Para el autor, el mediocre es un humano sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a las domesticidades como parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias. En su vida acomodaticia se vuelve vil y escéptico, cobarde.
Tal descripción parece un retrato hablado de la sociedad de hoy. Remeda un modelo dominante en tiempos de baratas comodidades y simples conformidades, donde cada quien se ocupa de sus propios intereses como si fuera posible segregarlos del colectivo. Nuestra mediocridad se valida en la ausencia, se glorifica en el silencio, se engrandece en los temores.    Y no solo es una condición de los arrimados, de esa masa huérfana de luz que según Ingenieros “no tiene voz sino eco”; también de aquellos que por sus altos intereses en el sistema debieran ser guardianes de su mejora y estabilidad. Pero están muy absortos en sus burbujas, ocupados en sus rentas y disfrutando de sus villas, clubes de polo y yates. Le temo más a esa mediocridad “ilustrada”, socialmente curtida en la apatía, que a la postrada en los arrabales. Y es que esos mediocres de marca, según el autor, “no empujan, no rompen, no engendran; en cambio, custodian celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables.”
Andamos bien. Ese es el discurso oficial del progresismo del status quo para amansar a los que razonan gástricamente. Un día nos daremos cuenta de que las masas se hacen inmunes a los sedantes y que los instintos no razonan. Entonces veremos su justicia arrebatando lo que bien pudimos darles dignamente, entonces nos culparemos tardíamente de nuestra mediocridad. Mientras, comamos y bebamos…

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