Augusto Pinochet fue uno de los mandatarios presentes en los funerales de Francisco Franco. No-Do le filma sentado en un lugar preferente de la plaza de Oriente junto a su esposa, Lucía Hiriart, y a Imelda Marcos, esposa del dictador filipino Ferdinand Marcos. Lleva uniforme de gala y una característica capa de color gris.
Antes, los restos mortales del dictador español habían sido velados por la multitud en el salón de columnas del Palacio Real. La capilla ardiente se había abierto al público a las 8 de la mañana del día 22 de noviembre de 1975, pero la afluencia de gente había superado las expectativas y el horario se había prolongado hasta las 7.30 del 23 de noviembre, día elegido para el funeral de Estado y el entierro. El protocolo incluía una misa de difuntos restringida a familiares y altas personalidades, en la capilla de Palacio, y un homenaje público en la plaza de Oriente, presidido por Juan Carlos I, que en la víspera había sido proclamado rey. Se colocó el féretro sobre un túmulo ante el que desfilaron unidades militares. Pero estas exequias, de gran boato, contrastaban con la paupérrima presencia internacional.
La diplomacia española había convocado a los representantes de los países democráticos a una ceremonia en la iglesia de los Jerónimos, con el nuevo monarca como protagonista, y por eso solo acudieron el rey Hussein de Jordania, el príncipe Rainiero de Mónaco y el general Pinochet, que llevaba algo más de dos años en el poder, tras el golpe del 11 de septiembre de 1973 que había derrocado al gobierno de Salvador Allende.
Cuando muere Franco, Chile venía sufría el terror impuesto por la acción represiva de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), policía secreta bajo el mando del general Manuel Contreras, dedicada a la persecución, secuestro, tortura y asesinato de los opositores. La 'Caravana de la Muerte' -comitiva militar cuyo objetivo era recorrer el país para verificar y agilizar ejecuciones sumarias a detenidos políticos- había fusilado y hecho desaparecer a decenas de chilenos, cuyos restos fueron lanzados al mar o enterrados en lugares todavía hoy desconocidos. Además, se sumaban las redadas, los allanamientos, el toque de queda y el exilio forzado de miles de personas. A pesar de las afinidades con la dictadura franquista, Pinochet era un invitado incómodo para los sectores más aperturistas del régimen que acababa de fenecer; sin embargo, a él le interesaba aprovechar la ventana internacional que le abría el fallecimiento de Franco, dado que en ese momento era persona 'non grata' en numerosos países del mundo.
Tras el acto en la plaza de Oriente, Pinochet acude con la comitiva al entierro en el Valle de los Caídos, paradigma del fascismo hecho paisaje y convertido, desde aquel día en mausoleo del Caudillo español. De regreso a Chile, el avión presidencial hace escala en el aeropuerto canario de Gando, donde le recibe Lorenzo Olarte, presidente del Cabildo de Gran Canaria, procurador en Cortes y Gobernador civil en funciones en ese momento. El encuentro tiene lugar de madrugada. Para Olarte, hijo de un juez republicano separado arbitrariamente de su carrera profesional por el régimen, no es plato de buen gusto atenderle, pero el protocolo le obliga. Olarte describió así a Pinochet: “Estaba en presencia de un hombre monstruoso, frío, seguro de sí mismo, cuya personalidad no se basaba en su valía personal sino en la fuerza que le respaldaba y que le convertía en un bulldozer capaz de pasar sin piedad por encima de quien se le pusiera por delante. Era un militar a la antigua usanza, sin atisbo alguno de cultura. Yo le despreciaba, y también era denostado en sectores liberales y progresistas españoles”.
A Olarte le sorprende su adoración al Caudillo Pinochet se define como "admirador de Franco hasta la eternidad" y le confiesa que regresa a su país impresionado por el Valle de los Caídos: “Le impresionó tanto el monumento en sí como la obra de Franco, culminada con las solemnes exequias y con la decisión de ser enterrado allí. Me dijo que envidiaba el entierro, y me sorprendió que fuese eso lo que más envidiase de Franco. Añadió que le gustaría construir en Chile un Valle de los Caídos que le recordara para la posteridad. Sin decirlo expresamente, se intuía que quería que fuese construido por presos políticos”. El político canario resuelve la incomodidad del encuentro introduciendo en la conversación el tema de la presencia canaria en América, y respira tranquilo cuando Pinochet, a quien define como “el personaje más siniestro de todos los que he conocido en mi vida”, reanuda su viaje*. (Foto: Lorenzo Olarte, a finales de los años 70)
Pinochet no llegó a emprender una obra homologable a Cuelgamuros, pero ganas no le faltaron. Como todos los dictadores, pensaba que era irremplazable y eterno. Y lo lógico era quedar inmortalizado mediante monumentos donde venerarle, sin pensar que sólo sería recordado por sus atrocidades. Sus delirios de grandeza eran de tal calibre que, durante su arresto en una residencia londinense de Virginia Water, confesó al empresario Hernán Guiloff que alguna vez pensó en construirse una tumba que emulara la cripta de Napoleón Bonaparte. Le fascinaban tanto la figura del emperador francés como la de los césares romanos. A falta de Valle de los Caídos o de cripta napoleónica, pensó en un gran mausoleo familiar en el Cementerio General de Santiago. Encomendó la tarea de poner en marcha su construcción a su prima Mónica Madariaga, ministra de Educación y Justicia durante la dictadura. Finalmente, los restos de Pinochet fueron incinerados por deseo expreso suyo, descartando así profanaciones o actos violentos de su tumba, y trasladados a la capilla de la residencia familiar de Los Boldos. La sepultura está cubierta por una placa rectangular de mármol de Carrara de 148 centímetros de largo por 102 de ancho.
El dictador chileno murió longevo, y jamás mostró arrepentimiento por sus crímenes. Pero no pudo ver cumplidos sus tres grandes anhelos: ser absuelto por la historia, tener un funeral como el de su admirado Franco... y reposar en un monumento como el Valle de los Caídos.
* El testimonio de Lorenzo Olarte está recogido en el libro "El Valle de los Caídos. Una memoria de España" (Editorial Península, 2009).
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