Manuel Malaver
La Razón / ND |
18 Mayo, 2014
Surgen casi siempre de la nada, se empinan de repente a alturas del poder que al común de los mortales les costaría decenas de años escalar y pueden mantenerse en ellas durante períodos que no pocas veces desafían la lógica y la imaginación.
Son los dictadores, especímenes más políticos que humanos que a veces abundan, a veces escasean, y cuyos orígenes pueden rastrearse en el comportamiento entre los primates o del hombre de las cavernas.
Por eso, algunos antropólogos tienden a diagnosticarlos como un signo o mal incurable de la especie, como uno de esos abscesos a los cuales convendría más bien tolerar que extirpar.
Tienen, sin embargo, sus hábitats o áreas de cultivo de preferencia, como pueden ser países o regiones donde cunde la pobreza, la poca o nula rotación social, el congelamiento en las expectativas y esperanzas, las desigualdades e injusticias crónicas y el atraso que consume salud, tiempo y vidas.
Y ahí irrumpen ellos, los dictadores, con sus espadas flamígeras y sus huestes redentoras que prometen corregir en días, semanas o meses, lo que a los simples mortales les gastaría decenas, veintenas de años.
Unas veces pueden ser parcos, severos, austeros, intratables, casi mudos, pero otras sufren de incontinencia verbal, exageran la nota histriónica, derrochan simpatía hasta abrumar a conocidos y extraños y los ha habido que son buenos cantantes, mejores bailarines y hasta excelentes malabaristas que podrían ganarse honradamente la vida entre las sogas de los circos.
A unos y a otros los caracterizan, sin embargo, dos sellos o marcas sin las cuales podría decirse que escapan a la dualización, diferenciación y clasificación que para Jorge Luís Borges son insoslayables si se quiere hacer al mundo “descriptible y comprensible”
La primera es el rechazo a las normas, ya se expresen en mandamientos, constituciones, o leyes; la segunda, un desmedido apego a la violencia que los empuja a comportarse como apocalípticos, desintegrados y desinsertados para los cuales la destrucción, la disolvencia y la corrosión, si no están en los hechos, no hay que descolgarlas nunca de las palabras y los pensamientos… que son sus promotores.
Hombres de espadas, de fusiles, pistolas, granadas, tanques, aviones de combates, helicópteros, lanchas patrulleras, bombas incendiarias, atómicas, nucleares, cárceles, cerrojos, rejas, y de todo cuando al calor de los estallidos, de las explosiones y los fogonazos vuelve al mundo gris, oscuro, sombrío, indiscernible.
Pero sobre todo ilegal, inconstitucional, anormal, o por lo menos un lugar donde la ley, la constitución y la norma “escritas”, son las que imponen las circunstancias que resultan siempre las de él, las del incontrolable, las del dictador.
De ahí que, de haber constituciones, mandamientos, leyes y normas tienen que ser lo suficientemente flexibles, ambiguas y biunívocas para que funcionen como un gatillo, espoleta o detonante de sus arranques, de sus bramidos.
Este imprevisto también determina que se desvivan por el olor y sabor a pueblo, masas, multitudes, ya que si se filtra el contrabando de que la ley es lo que establecen las mayorías, los pueblos, las masas y las multitudes en la calle (todo lo que llaman “El Soberano”), entonces el parlamento y sus legislaciones no son sino fruslerías.
Añagaza que está ligada a otra “carta marcada”, como es la de la llamada “democracia participativa y protagónica” que viene a oponerse y sustituir “a la otra”, a la “formal, representativa y burguesa”, cuyo espíritu desaparece en cuanto se rapa su naturaleza general, imparcial y objetiva, que es lo que la convierte en herramienta eficaz de la justicia e igualdad sociales.
Aquí la ecuación resulta sencilla, pues si se tienen recursos, ya provengan de impuestos, de los despojos vía expropiaciones, o de un producto minero de altísima cotización en los mercados internacionales, pues simplemente se compra “el amor” del pueblo, de las masas y multitudes, suministrándoles lo básíco para sobrevivir, pero sin permitirles que se muevan de su condición de súbditos, de vasallos, de hijos del padre protector.
Esto también se complementa con una prédica o catéquesis, según la cual, el que no acepta ser ayudado, valido y asistido, es un enemigo del pueblo, del régimen, del jefe y caudillo y aliado de quienes luchan por destruirlo.
Y aquí aterrizamos en la estación última del viaje hacia la generación y formación del dictador, como es su rol de dador de libertades, pues las mismas existen, pueden existir, porque en su infinita bondad y sabiduría el dictador permite que individuos, grupos y partidos disfruten de este bien que no es consecuencia del desarrollo, la dinámica o progresos sociales, sino de la voluntad del “Lord Protector”.
Desde luego que estoy hablando de una modalidad renovada, actualizada, y sofisticada de dictadura, como es la que surgió en América Latina después de la “Guerra Fría”, y que en su afán por burlar el cerco de las organizaciones multilaterales que tutelan el estado de derecho y la democracia constitucional, accede al poder a través de procesos electorales, dice que gobierna en nombre de la Constitución y las Leyes, mientras en los hechos va horadando las instituciones, acabando con la independencia de los poderes, negando el contrato social consensuado, la inclusión y la pluralidad y sacando a flote al déspota, al tirano y dictador de siempre.
Daniel Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez y su sucesor Nicólas Maduro en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia son los puntales de esta neodictadura que tiene como directores y maestros de ceremonia a los dictadores más longevos de los tiempos que corren: los hermanos, Fidel y Raúl Castro.
Panas, cofrades, compinches, socios, íntimos de los dictadores que se cayeron (Moamar Gaddafi, Mahmoud Ahmadinejad) o aún quedan, en el Medio Oriente como Bashar Al Assad de Siria; empeñado en detener a sangre y fuego las olas de protestas que terminarán arrojándolo del mando.
En otras palabras: alzamientos, protestas, manifestaciones y elecciones no son argumentos suficientes para que estas figuras sedientas de poder y acepten que sus días han concluido y no les queda otro camino que irse a sus casas, al exilio, o a donde sus circunstancias decidan.
Aún más: pueden estar carcomidos por los años, por los embates del tiempo implacable e incontrolable, contar 80, 85, 90 años, e incluso, padecer enfermedades incurables que les recomendarían hacer un alto para dedicarse a su salud y garantizarse una recuperación con calidad de vida; pero no, ahí están, sacándole el juguito a su ego, tratando de demostrar y demostrase que aún pueden, cuando es evidente que lo que les toca es reconocer que son mortales y gobernar en contra de la biología, o de los informes médicos, es una ilusión aberrante, atroz, inhumana.
Pero el miedo es la pasión dominante en los dictadores, el temor de dar cuentas ante una instancia o tribunal que no se previó, y no conocer que la compasión ante los que nada pueden, ante los desvalidos, es también un rasgo constitutivo de la naturaleza humana.
De Platón a Maquiavelo, de Donoso Cortés a George Orwell se ha tratado de definir al dictador y su dictadura. Yo, sin embargo, me quedo con esta aproximación del novelista italiano, Alberto Moravia: “Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno, y uno teme a todos”.
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