Por Rafael Molina Morillo
“Algo huele mal (o a podrido) en Dinamarca” es la famosa frase atribuida al príncipe Hamlet en el drama shakesperiano cuando se enteró de las tramas de sus familiares para matarle y usurparle el trono.
A través de los siglos se repite la frase para referirse a situaciones turbias.
En nuestro querido y amado país, por ejemplo, hace tiempo que se olfatean olores raros que llegan a nosotros como heraldos, no de la gloria, sino de un derrumbe sin remedio de la institucionalidad.
Hieden, por ejemplo, la resistencia de los congresistas a que haya leyes que les obliguen a rendir cuentas de los donativos que reciben.
Huelen mal también los cofrecitos y barrilitos del Congreso, así como ciertas sospechosas sentencias de “no ha lugar” que ponen en duda la pureza de nuestro sistema judicial.
Malos olores emanan igualmente muchos políticos, empresarios y periodistas que exhiben riquezas inexplicables y ni siquiera se sonrojan, al igual que aquellos que viven del insulto y la calumnia.
Humores malolientes salen, del mismo modo, de los basureros donde aparentemente quedarán ocultos e impunes para siempre los expedientes del Dicam, Renove, SunLand, Peme, y muchos más que se me quedan en el tintero, porque ya me está faltando aire puro para respirar en medio de tanta inmundicia.
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