Carmen Imbert Brugal
Antes del Covid-19 todo era conquistable y adquirible. Al alcance de un click estaba el paraíso. Intruso, el virus invadió el planeta y la realidad se adueñó de la fantasía. Indetenibles las escenas dantescas, retan creencias, usos, hábitos. Ceremoniales de despedida sin dolientes. Agonías sin abrazos. El dolor carcomiendo la individualidad que hasta enero era protagonista. Es el medioevo, oscurantismo en busca de hechiceros, agotamiento de paradigmas y de opciones. El santo grial es la vacuna que pueda permitirnos vivir sin Covid-19. Caen una tras otras las personas que nunca soñaron con la finitud. Nada parecido a la invulnerabilidad occidental tentada el 11 de septiembre del 2001 y el 11 de marzo de 2004. Nada. Hoy el mundo ni es ancho ni es ajeno, es único en la desgracia. ¿Cómo llegamos a esto si nos pertenecía el planeta? ¿Cómo, si fuimos capaces de rejuvenecer y reinventarnos, de jugar con pócimas, retar arrugas y achaques? ¿Cómo, si el patrimonio ha hecho invencibles a tantos y a otros los ha convertido en jueces sin mallete que condenan con la injuria y crean su propio universo de impunes? Clientela de intocables, gracias al capricho y a la connivencia.
El papa Francisco, en su homilía urbi et orbi mostró al planeta su doliente humanidad, conmoviendo a creyentes, agnósticos, ateos. La desolación de la Plaza de San Pedro, al momento del clamor de Jorge Bergoglio, el día 27, es semejante a la desolación universal. El Director de la Organización Mundial de la Salud-OMS-Tedros Adhanom, reitera, a cada instante, su llamado a la solidaridad. Cuando esboza el protocolo para enfrentar la pandemia, adoptado por el estado dominicano, y sus actualizaciones repite: Solidaridad. En esta dramática e inédita situación, el Director insiste: “Esto no es solo una amenaza para personas o países individuales. Todos estamos juntos en esto, y solo podemos salvar vidas juntos.” Y aquí, bajo palmeras, entre trigales inexistentes, se revuelve la rabia de los inconformes que no alcanzan la categoría de ciudadanos. Esos “habitantes” como los bautiza Moscoso Puello, en sus “Cartas a Evelina”, sin conciencia nacional, reniegan no solo de la condición de ciudadanos sino de personas. Se divierten difundiendo el indecoroso discurso de la falacia. Saduceos y fariseos inclementes, con derecho adquirido para reclamar, sin importarles la congoja, la pendencia, el esfuerzo comunitario, los desvelos.
Un día como hoy ocurrió “La Batalla de Santiago” proeza que permitió avalar lo ocurrido el 27 de febrero del año 1844, apuntalada en Azua el día 19. La acción resaltó el talante de quienes apuestan por una causa y no se detienen hasta lograr el objetivo. Aquel embate expuso la creatividad en la urgencia. Los comandantes de las tropas dominicanas usaron un oportuno ardid que provocó la desazón en el ejército enemigo. El general Pierrot solicitó una tregua para disponer de las víctimas caídas en combate y mientras negociaban las condiciones, los generales nuestros exhibieron un impreso que anunciaba la muerte de Charles Rivière-Hérard. El texto apócrifo, azuzó a Pierrot. Su ambición pautó la retirada pensando que relevaría al difunto. Cuando se percataron de la estratagema ya no había vuelta atrás. La batalla hoy es distinta. Otras las armas y la estrategia. Distinto el terreno y la emboscada. Diferente el ánimo y la arenga. 176 años después de aquel 30 de marzo que permitió ratificar la existencia de la República Dominicana, recordar la gesta aviva la esperanza y desafía la calidad del ser nacional. El temple de un pueblo que puede y sabe vencer la adversidad, a pesar de una minoría aviesa, temeraria e incansable, que apuesta al desastre desde antes y en el vórtice del desastre mismo. Omitida la piedad durante el Estado de Emergencia, retuercen hechos y difunden bulos con el objetivo de intrigar, amedrentar. Conocen las consecuencias del miedo y optan por el odio para redituar. Su agenda es inmutable. No hay fuerza humana ni natural, capaz de alterar el contenido. Esta batalla se gana juntos. Perderla, afecta a todos. La arrogante inclemencia debería entenderlo.
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