En una entrevista que le hice cuando aún caminaba por sí solo, con el motivo de su ochenta cumpleaños, me encontré al poeta en su despacho del Centro Nicaragüense de Escritores en Managua, en medio de la composición artesanal de uno de sus poemas, que luego pasaría a formar parte de Telescopio en la noche oscura. Eran pequeñas tiras de papel rectangulares. En cada una sólo cabía un verso. El poeta jugaba con ellas, como formando un puzle. Las deslizaba una a una con el dedo índice sobre la mesa, a la altura del pecho cubierto por la cotona blanca. Y las leía para escucharlas. Las subía o bajaba, las reordenaba, hasta que su instinto poético, y posiblemente su olfato musical, le decían qué verso debía ir en cada lugar. Eso que el otro Ernesto Cardenal trapense traduciría como un orden del espíritu.
Era un modo de componer que posiblemente practicaron algunos de sus referentes poéticos norteamericanos, como T.S. Eliot y, sobre todo, Ezra Pound, quien le enseñó que en la poesía cabía todo (y que podía convertirse en un flujo multifocal donde cabían desde diálogos históricos a recortes de periódicos o anuncios; todo siempre y cuando se sometieran al ritmo que los hacía circular). Es el Cardenal, por ejemplo, del Estrecho dudoso y del Cántico cósmico.
Como san Juan de la Cruz, ambos fueron poetas por encima de todo, enamorados del encuentro erótico al que habían renunciado por la promesa de un orgasmo cósmico
La última vez que conversé con él, la pasada navidad, le pregunté con curiosidad si, tras haber superado un episodio reciente de encuentro con la muerte, había cambiado en algo su método de escritura. Y no. “No tengo horario”, me dijo. Que era lo mismo que decir que lo hacía a cualquier hora. Leía varios libros a la vez, la mayoría de ciencia (“somos polvo de estrellas” reafirmó en sus últimos versos que se pueden encontrar en la feliz obra completa que publicó Alejandro Sierra en Trotta a finales del año pasado).
Le dejé sentado junto su escritorio. No le costaba estar rodeado de gente y quedarse absorto en su poesía. La última vez que le llevaron a la isla de Solentiname, iba sentado en su silla de ruedas, leyendo en la cubierta sobre un oleaje que a veces convierte al lago en “un mar de agua dulce”, como le llamó su primer descubridor. Después de esa ocasión en que pareció morir, y hasta el papa le levantó la sanción impuesta por Juan Pablo II, su actitud era la un hombre que había ido a tomar el tren de un viaje esperado y, al llegar a la estación, se había percatado de que su boleto era para otro día. Volvió a su casa de Los Robles, en Managua. Volvió a sus libros y al juego de encontrar el ritmo del “Amado”, como lo llamaba San Juan de la Cruz, en su escritura.
Francisco Javier Sancho Mas
San Juan de la Cruz fue el nombre que le puso a una barquilla con la que pescaba en Solentiname. Se hizo uno con el autor de La Noche, leyendo su poesía, más que la prosa. Ambos fueron poetas por encima de todo, enamorados del encuentro erótico al que habían renunciado por la promesa de un orgasmo cósmico. Al sentirse morir, San Juan de la Cruz solicitó a los frailes que interrumpiesen las preces para un moribundo y le recitasen mejor el Cantar de los cantares, en español. Aquel que “me bese con los besos de su boca”, debió resonar como un vendaval en aquella celda de Úbeda. Luego, a pesar de que su propia orden le había perseguido y vejado, supieron que se les había ido alguien excepcional. Y según las supersticiones de la época, algunos profanaron su cuerpo, le sajaron dedos y otras partes. Todos querían su porción del santo, en una interpretación macabra y al revés de todo lo que significaba. Pero él ya se había hecho palabra de vuelo alto (aunque algunas de sus obras se perdieran en el camino).
En el entierro de Cardenal, la inquina de una vieja enemiga (la actual vicepresidenta y esposa de Ortega, que quiso ser poeta y envidió su figura hasta enfermar) envío a sus turbas para interrumpir el funeral y tratar de llevarse una parte del poeta. Pero “de esto”, como él anticipó en sus Epigramas “no quedará nada para la posteridad, sino los versos de Ernesto Cardenal”, ahora ya convertido en tiras de papel volando alto para unirse al ritmo de un polvo de estrellas.
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