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domingo, 8 de marzo de 2020

Hechos y ficción en simbiosis teatral


Por Anibal De Castro
En esta historia sobre los treinta y un años de opresión trujillista encaja toda la saga literaria sobre los hombres fuertes, sin importar culturas, espacios temporales y circunstancias tan variadas como el ánimo humano.

Hace ya veinte años que ficción y realidad maridaron a la perfección en la novela que marcó un antes y un después en la carrera literaria de uno de los mejores escritores iberoamericanos de todas las épocas. Inmune al calendario, La Fiesta del Chivo será referente por excelencia para entender la corrupción del poder y su efecto contaminante sobre todo el cuerpo social. Es, además, una justa reivindicación de la mujer, maltratada su dignidad en una dimensión doble de violencia física y moral.
Extinguidas las voces que apostrofaron la novela por alegadas incoherencias históricas o por el retrato poco amable que pinta de algunos de los sobrevivientes y protagonistas de la dictadura, la entrega de Mario Vargas Llosa es ya un clásico. Trujillo es y será el Mefistófeles caribeño, pero el escritor peruano ha logrado encarnar en él la suma de sus pares en el ejercicio desenfrenado de la maldad, de la manipulación, del crimen y del envilecimiento a partir del control político total. En esta historia sobre los treinta y un años de opresión trujillista encaja toda la saga literaria sobre los hombres fuertes, sin importar culturas, espacios temporales y circunstancias tan variadas como el ánimo humano.
Anda en buena compañía, duda ninguna. Los habrá que me acusen de hiperbólico y me planten como alternativas válidas a Roa Bastos y su Yo, el Supremo; a Alejandro Carpentier, en El recurso del método; al García Márquez primaveral en El otoño del patriarca y, décadas antes, a Miguel Asturias y El señor presidente. Sin olvidar a Valle-Inclán y su precursor Tirano Banderas. Incluso, Vargas Llosa compite consigo mismo. Como un fantasma al acecho y cuyo nombre no aparece como rastro, el general Manuel Arturo Odría Amoretti nos resuella en el cuello en Conversaciones en la catedral.
Me he reencontrado con el pasado dominicano en el teatro madrileño, donde en estos días montan una adaptación sobresaliente de La fiesta del Chivo, gracias al guión inteligente y certero de Natalio Grueso y la dirección de Carlos Saura, de gloria cinematográfica reconocida. El montaje es tan discreto en recursos como menguada la audiencia en estos días de histeria colectiva ante los envites del COVID-19. No así las actuaciones de Juan Echanove y Lucía Quintana, excelentes ambos en sus roles contrapuestos de Trujillo, victimario, y Urania, víctima.
Echanove se apropia del Trujillo literario y lo devuelve como expresión acabada de maldad, cinismo, soberbia y crueldad. Va más allá del personaje —y es su gran mérito, a mi entender— como pertenencia propia de otra realidad e historia para elevarlo a prototipo: el dictador por antonomasia. Antes que enfrascarse en una reproducción dócil y pretendidamente fiel del tirano dominicano, asume un ropaje en el que como actor se siente cómodo y que, al mismo tiempo, enriquece la representación porque borra las barreras culturales. Al añadir universalidad, el mundo maldito del dictador queda al descubierto de todos.
El guión y sus intérpretes proveen al espectador el dramatismo y la tragedia que el escritor confía a la imaginación del lector de La fiesta del Chivo. En ese tenor, Lucía Quintana logra meterse en la piel de Urania, vivir su desasosiego como adolescente de 14 años enfrentada a las pasiones del monstruoso dictador, su alejamiento de la experiencia traumática por vía del exilio y el regreso voluntario, al borde del medio siglo de edad, para enfrentarse a un padre, el ex-senador todopoderoso Agustín “Cerebrito” Cabral, moribundo, en silla de ruedas y encerrado en su propio silencio por la violencia, esta vez de la biología. La pieza teatral es un compendio ajustado del argumento central, de los matices, mensajes subliminales y descripciones personales de la novela; mérito de Grueso, quien ya se atrevió a lo mismo con la adaptación de El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez.
El monólogo inicial, calco aproximado del Trujillo literario original, nos mete de lleno en la personalidad enfermiza y megalómana del dictador, quien coloca la disciplina aprendida en el cuartel como la diferencia fundamental que lo separa de la conducta, fracasos y torpezas de sus vástagos y familiares. Se burla de la esposa y el desprecio manifiesto es trasladable a toda mujer, evidencia de su machismo inveterado y arrogancia. En boca de Echanove, los juicios sobre la pobreza de carácter de los hijos y los granujas de hermanos de Trujillo doblan como sentencias inapelables, y también como indicios ciertos de una personalidad desprovista de toda herramienta para entender las fronteras éticas.
Manuel Morón, en el uniforme de Johnny Abbes, permite atisbar en toda su dimensión la perversidad del oficial de inteligencia y verdugo al servicio del régimen. Con igual destreza se maneja Eduardo Velasco, enfundado en la elegancia sartorial de Manuel Alfonso, quien en vida fuese uno de los favoritos del “Benefactor”. David Pinilla entrega sin mella el tartufismo de un Joaquín Balaguer que sirve a la dictadura con el propósito expreso de heredarla, de atravesar el pantano sin enlodarse.
Es en la Urania de Lucía Quintana donde encontramos centrada toda la vileza de Trujillo, así como la liviandad moral y duplicidad de un entorno creado a imagen y semejanza, salvo el miedo que a todos doblega. El reencuentro con el padre se resume en un monólogo ríspido, acusador y en el que confluyen con fuerza similar el resentimiento y el amor filial sin que haya una definición clara. La interacción con Manuel Alfonso, quien taimadamente la conduce a la cama del dictador, carece de desperdicio. Con intensidad creciente, queda al desnudo el laberinto del senador Cabral caído en desgracia y el camino tortuoso que emprende para recuperar el favor perdido: la entrega de su hija adolescente, a la que apenas le ha llegado la regla por primera vez, a la vesania de Trujillo. Agamenón e Ifigenia en manos de una Artemisa despiadada.
La violación de Urania provoca emociones a raudales. Rabia, impotencia. Su ingenuidad contrasta con la apuesta de Trujillo por su machismo, disminuido por la incontinencia urinaria que como mancha indeleble le signa. La repulsión que la escena acarrea nos traslada la angustia que debieron sufrir las tantas mujeres estupradas, vilmente consumidas la virginidad y dignidad en el altar profano del dictador. Resulta fácil canjear la ficción por realidad y ver al Trujillo verdadero en el oficio de semental ignorante, patriarca mayor en una sociedad postrada a sus pies. La desazón invade en la búsqueda del porqué de la sumisión del “pueblo que, intrépido y fuerte, a la guerra morir se lanzó”, y el recuerdo aparejado de la soledad juvenil de los héroes del 14 de junio de 1959 y del martirio de las hermanas Mirabal. Enrostrar cobardía pasada en tiempo presente será un ejercicio arriesgado, sobre todo porque quedan aún deudas impagas que los dominicanos hemos sido incapaces de cobrar. La verdad de la dictadura trujillista, de las víctimas y verdugos, es tarea pendiente, lo que a su vez explica las razones de tantas sinrazones en la alicaída democracia dominicana y la vigencia de innumerables rasgos de la cultura autoritaria.
La perspectiva femenina de La fiesta del Chivo, punto luminoso en la compleja estructura de la novela, conserva toda su lozanía en la versión teatral. En la perversión del dictador y su corte juega un papel trascendente el sufrimiento de la mujer dominicana, el proceder brutal en su contra, la humillación y cosificación. En la tragedia de Urania hay una denuncia frontal que resalta la vulnerabilidad de esa porción del colectivo. Con la denuncia adviene la reivindicación, manifiesta en el rescate que hace Urania de su dignidad y cómo enfrenta el trauma del pasado, del que resta “un desierto poblado de miedos”.
Magistral, genial, la novela de Vargas Llosa llevada a las tablas es ficción indistinguible de la realidad.
Resulta fácil canjear la ficción por realidad y ver al Trujillo verdadero en el oficio de semental ignorante, patriarca mayor en una sociedad postrada a sus pies. La desazón invade en la búsqueda del porqué de la sumisión del “pueblo que, intrépido y fuerte, a la guerra a morir se lanzó”, y el recuerdo aparejado de la soledad juvenil de los héroes del 14 de junio de 1959 y del martirio de las hermanas Mirabal. Enrostrar cobardía pasada en tiempo presente será un ejercicio arriesgado, sobre todo porque quedan aún deudas impagas que los dominicanos hemos sido incapaces de cobrar.

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