Por Eduardo Garcia Michel.
Ahora ha surgido una polémica acerca de la intención de abrir una sala en el Museo de Historia y Geografía, para exhibir objetos de Trujillo.
No parece tener sentido alguno que se exhiban recuerdos de quienes cometieron crímenes de lesa humanidad y esquilmaron el patrimonio público, como si se celebrara el esplendor resultante del sometimiento de un pueblo a los caprichos de un tirano. Tal despliegue, imprudente y masoquista, pudiera despertar el deseo de emular lo perverso.
En cambio, sí lo tendría exhibir documentos que evidencien la descomposición moral propiciada por aquel régimen, pues harían recordar la tragedia que representó aquella época ominosa para el pueblo dominicano, privado de libertad.
No cabría combinar ambas cosas. Son incompatibles. Unas estimulan el morbo y fomentan valores negativos; otras sacuden y refuerzan la conciencia.
Por eso, para que no se olvide, transcribo unos párrafos de los apuntes de mi padre, Eduardo Antonio García Vásquez, sobre el ambiente que se vivía en las cárceles de aquella época, referido en particular a aquellos que tuvieron participación en la gesta del 30 de Mayo.
Dice así:
“En aquel aquelarre terrible de aquellas torturas sin pausa, pretendiendo dominar las conciencias, los cuerpos de los prisioneros sospechosos de complicidad en el ajusticiamiento de Trujillo, eran destrozados poco a poco, pero las torturas sólo servían para levantar a aquellos hombres y darle plenitud de razón a Juan Tomás Díaz, infatigable en su afirmación de ‘no teman, que esto está entre hombres decentes y hay que creer en la decencia’.
Huáscar Tejeda, en un momento en que temiera debilidad en su cuerpo, intenta quitarse la vida antes que disminuir en dignidad.
Miguel Ángel Bissié, de regreso de la silla eléctrica, todo agarrotado, parece desfallecer y me confiesa ‘Don Antonio, no aguanto más, si me llevan de nuevo tendré que decirlo todo’. Bastó decirle ‘nadie te lo impedirá, pero creí podríamos enseñarles que somos distintos, que tenemos dignidad’. Y entonces, exclama ‘ha sido momento de debilidad, no pasará, no pasará’. Y llevado una y otra vez a torturas, sus labios se sellan sin cometer ruindad.
Bienvenido García Vásquez, destrozado una y otra vez sin proferir un grito, desoyendo el consejo de todos, se hace soberbio en el desprecio a los verdugos.
Así se comportaron aquellos hombres, para mover a orgullo, hasta en el altivo silencio de Fernando Amiama Tió.
Una escena imborrable.
Miguel Ángel Báez Díaz será el acento y la afirmación de lo que puede el ideal cuando sustancia una vida, de lo que puede el espíritu contra la mezquindad de la carne. En un traslado de celda, quedaría yo en el pasillo junto a la solitaria en que él y Modesto Díaz estaban encerrados. El último casi destrozado. Báez Díaz en un regreso de la muerte, tocando los linderos de la vida. Nos reconocimos y entonces, los dos, ayudados el uno por el otro, puestos de rodillas, me piden hacer lo mismo. Habló Miguel Ángel: ‘Nosotros dos moriremos. No temas, en nuestros labios no habrá delación. Cuida de nuestra familia. Eso te encargamos’. Y nos penetramos por los ojos, el uno en gratitud inconfesada, los otros en una afirmación de serenidad absoluta, de sublimizada transportación espiritual.
Cómo se escupe el desprecio.
Ernesto de la Maza Vásquez, llevado la madrugada de la noche del ajusticiamiento a la fortaleza de La Vega y de allí a La 40, de complexión física extraordinaria, centraría desde el principio el odio y salvajismo y alcahuetería ruin de los verdugos Clodoveo Ortiz, Candito Torres, teniente Germán Pérez Mercado, Juan Reyes, etc.
Sus dientes destrozados a palos, su cuerpo molido, atasajado, sería sentado a la silla eléctrica, fijado a los electrodos, levantado sobre el asiento materialmente izado con una cuerda atada a su órgano noble... Así, entre una sacudida eléctrica y otra, en la pausa suficiente para que recobrara lucidez, la misma pregunta, quién mató al Jefe. Cien veces debió morir ese asesino. Y palabras como cabrones, que eran el coronamiento de lo másculo.
A la intensidad de las torturas se iba multiplicando esa maravillosa afirmación de hombre, hasta que vencida la morbosidad de aquel grupo de chacales, apretó firme el interruptor como si quisieran llegar más allá de la muerte. Todavía, cuando arrastraban el cuerpo contraído y semi carbonizado, el magnifico tórax, aquel espléndido pecho se expandía, afirmaba una casta de hombres. El coronel Germán Despradel, entre otros, presenció estos hechos.”
Si hubiera algo que exhibir en vitrinas y museos, serían estos testimonios y otros similares, para que no se repita lo que nunca debió haber existido.
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