Balladares Castillo
El 27 de febrero pasado publicamos el primer comentario sobre la lectura conjunta de La fiesta del chivo (2000) de Mario Vargas Llosa con mis alumnos del curso sobre Historia de Iberoamérica. Tal como dije, la discusión se haría en dos momentos, y ahora nos tocó el segundo el pasado lunes 29 de abril, y les ofrezco la reseña de la misma junto a las respectivas conclusiones. La primera de ella es que la considero la mejor novela histórica. Fue mi impresión en el año 2000 y lo es ahora con esta relectura. Y en sus últimos capítulos lo demuestra al explicar el fracaso del golpe que vendría después del asesinato del dictador Rafael Leonidas Trujillo el 30 de mayo de 1961, y donde Joaquín Balaguer (1906-2002) tendrá un papel fundamental para iniciar un proceso de transición democrático. Su accionar en los momentos álgidos a penas se sabe el asesinato, representa una trama digna de los mejores capítulos de Juego de tronos.
La experiencia de su lectura en el aula me confirmó que el uso de las novelas históricas para debatir, ilustrar, explicar y animar a los estudiantes a comprender la historia y las teorías sociológicas y políticas, es una excelente estrategia. A pesar de que muchos no la leen y tienden por optar el revisar los resúmenes o sus adaptaciones cinematográficas. Los que la leyeron quedaron fascinados, pero la mayoría tendió a generalizar los regímenes autoritarios y confundirlos con los totalitarismos. E incluso señalar que en Venezuela se dan todos los rasgos de este sistema de gobierno pero “que no nos enteramos”. Hice un esfuerzo para volver a explicar las diferencias, resaltando que los autoritarismos no totalitarios –además de concentrar el poder eliminando el Estado de derecho– buscan evitar que los gobernados participen en política, pero en los totalitarios en cambio el dominio es total, es decir: se llega hasta el control de la conciencia y el cuerpo. Es por ello que en la Fiesta del Chivo se describen estos dos aspectos de manera magistral aunque extremadamente cruda.
El control total tiene como medio y fin el envilecimiento de los gobernados, y esto se logra por medio de la propaganda y el terror. La vida de cada persona siempre está al filo de la navaja y nos hacen creer que la única manera de “salvarnos” es con una mayor entrega al Jefe. Es lo que se relata a partir del capítulo 13 con la destrucción de la vida de uno de los más cercanos colaboradores del dictador: el senador Agustín Cabral, el padre de la protagonista: el personaje de ficción: Urania Cabral. Los hechos que se empiezan a suceder a partir de este momento simultáneamente con el asesinato del tirano pero con la captura de los conspiradores salvo uno de ellos (Antonio Imbert, 1920-2016). El comienzo de una nueva lucha por el poder como herederos entre Balaguer y el hijo más despierto de Trujillo: Ramfis (1929-1969). Lucha donde lo internacional y en especial Estados Unidos tiene un papel fundamental sin pegar un tiro. Todos ellos generan un final muy emocionante.
La novela me hizo pensar que a pesar de un gran rechazo popular a un gobierno, siempre quedan algunos grupos que terminan por adorarlo, más aún si es un sistema totalitario con pretensiones de serlo: como era el de Trujillo y como es el de la Venezuela del presente. En la cultura iberoamericana hemos vivido (¡y vivimos tristemente en el presente aunque en menor grado!) esa visión mesiánica, que en el relato se describe perfectamente con el siguiente párrafo: “Trujillo es una de esas anomalías e la historia. Carlomagno, Napoleón, Bolívar: de esa estirpe. Fuerzas de la Naturaleza, instrumentos de Dios, hacedores de pueblos. Él es uno de ellos. Hemos tenido el privilegio de estar a su lado, de verlo actuar, de colaborar con él. Eso no tiene precio.” Ningún ser humano puede ser considerado de esta forma, y mucho menos doblegar nuestra consciencia y vida ante él. Pero lamentablemente hay personas que han sido enajenadas por un terrible aparato de propaganda y terror.
La mayor conclusión, que está íntimamente relacionada con lo que padecemos los venezolanos hoy, es que un régimen autoritario sea o no totalitario siempre daña a los gobernados. Nadie es impune a sus acciones, pero especialmente si sufrimos su violencia en un mayor grado (torturas, asesinatos de familiares y seres queridos, etc.). El resentimiento, el odio, el envilecimiento, la alienación; el despertar de lo que en la doctrina católica llamamos: el pecado original que no es más que las tendencias a la maldad de todo ser humano; será su principal consecuencia en nosotros. Debemos combatir su siembra con todas nuestras fuerzas. De lo contrario, un nuevo tirano volverá al poder y nosotros ayudaremos a ello. No lo permitamos jamás. Para ello debemos dedicar todos nuestros esfuerzos en construir, fortalecer y consolidar las instituciones y la cultura democrática.
Nota de actualidad: Cuando envío este artículo todavía no sabemos en qué concluirán los sucesos que se iniciaron en la mañana del martes 30 de abril, en el cual un grupo de militares ha apoyado al presidente Juan Guaidó y este ha llamado al pueblo a la calle. Solo una cosa me parece clara: es una prueba más de la inestabilidad política del país, en especial en el aspecto que habíamos dudado últimamente: el militar; y muy especialmente el crecimiento del liderazgo de Guaidó. Este ha demostrado algo que es muy valorado en la cultura política iberoamericana: el coraje al asumir un gran riesgo de cara a un objetivo. Pase lo que pase, esto resta fuerzas a los que detentan el poder, los cuales demuestran lo contrario al mantenerse alejados del tradicional centro geográfico de la política en Venezuela: Caracas. ¡Dios, el pueblo y la comunidad internacional nos ayuden a recuperar la democracia y la prosperidad en nuestra patria!
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