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viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez: El largo viaje de Gabo

De poeta y aprendiz de reportero a confidente de dictadores HÉCTOR J. PORTO 18 de abril de 2014 14:18
«Soy un periodista, fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco», con esta rotunda frase que Gabriel García Márquez soltó en una entrevista radiofónica en 1991 comienza el libro Gabo, periodista (FCE), editado por el escritor puertorriqueño Héctor Feliciano. También en su autobiografía Vivir para contarla insistía García Márquez en que su sueño fue siempre ser reportero. José Salgar, el Mono, eterno y respetadísimo jefe de redacción del diario decano de Colombia El Espectador de Bogotá, que guió los inicios del escritor en la profesión y lo exhortaba a que controlase el verbo florido y bajase la pelota al campo de la verdad, de los hechos, recordaba: «Gabo apareció cuando descubrió que la literatura no daba plata». En 1954 le ofreció un salario mensual de 900 pesos, su primer sueldo digno (como aprendiz la mensualidad no le alcanzaba para subsistir la primera semana). Salía poco a poco de unas penurias económicas que se remontaban a sus años escolares en Barranquilla, y que se prolongaron hasta la universidad, sus primeros pasos como poeta y escritor, e incluso como periodista en Cartagena. También pasó hambre en París cuando fue cesado como corresponsal y mientras alumbraba -cómo no, el hambre- El coronel no tiene quien le escriba. Es en ese tiempo cuando viajó a la URSS con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, cuando aún la fe en el socialismo estaba intacta. La utopía era posible. El recorrido, que siguió por Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, le trajo el desengaño más absoluto sobre el modelo comunista, una esperanza que le devolvió la revolución cubana, que defendió como único camino factible para que Latinoamérica lograra la independencia política y económica. El caso es que fue la literatura, aunque con las herramientas del periodismo, la que le granjeó la fama y la que lo convirtió en una figura más allá de las letras, una especie de político, de confidente de jerarcas, de mediador que le trajo más de un quebradero de cabeza por parte de quienes aseguraban que su fascinación por el poder le había hecho ser condescendiente con la dictadura de Fidel Castro, con Omar Torrijos y otros sátrapas. También ese privilegio -sus relaciones con Mitterrand, González, Clinton...- lo convierte en testigo excepcional de su siglo, no solo de los acontecimientos históricos de América latina. Es para entonces una figura icónica muy lejos de su activismo más pegado a la calle como partidario de la revolución cubana. También antediluviana parece la imagen que guarda Plinio de cuando conoció a aquel «muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido». Él, pese a sus poderosas amistades, lo tenía claro: «No soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca». Sin embargo, hay algo que nunca dijo, que nunca quiso aclarar. No se sabe si fueron las diferencias políticas, los celos de escritor o un lío de faldas -la leyenda y sus nieblas siguen ocultando las razones- lo que propició la mítica escena acaecida en México el 12 de febrero de 1976, en un pase privado del filme de René Cardona Survive. Supervivientes de los Andes. Fue allí donde Mario Vargas Llosa le propinó un fuerte derechazo en el ojo izquierdo que llevó a Gabo -cuando este se acercaba a saludarlo- a dar con sus huesos en el suelo. Aquella refriega acabó sin remedio con una sólida amistad. Un «¡cómo te atreves a abrazarme después de lo que le hiciste a Patricia [esposa de Vargas Llosa] en Barcelona!» alimenta el mito de la traición amorosa.

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