50 años del golpe militar
Hace cincuenta años, Brasil vivió un golpe militar que desencadenaría una dictadura de más de dos décadas, en la que se experimentarían los mecanismos de intervención y represión posteriormente aplicados en el resto de América Latina. La simbólica fecha coincide con una sociedad brasileña dividida, adormecida y avergonzada, ante los tímidos avances judiciales en la región que denotan aun más la impunidad en la que han permanecido sus crímenes durante medio siglo.
La campaña de desestabilización de un gobierno democráticamente electo, la manipulación mediante los medios de comunicación, la presión de Estados Unidos. Las detenciones, desapariciones, la tortura, los muertos. Pese a haberse anticipado en nueve años, la dictadura brasileña y la chilena tienen más de un elemento en común.
Fue la noche del 31 de marzo de 1964 cuando las tropas de Sao Paulo y Minas Gerais se abalanzaron sobre Río de Janeiro, a cuyas costas habían arribado navíos y portaaviones del ejército de Estados Unidos.
Desde la elección del presidente João Goulart en 1961, la Casa Blanca puso en marcha un operativo de inteligencia que posibilitara su derrocamiento, ante la negativa de aceptar la consolidación de otro gobierno “comunista” en occidente.
Goulart viajó a Brasilia y luego a Porto Alegre en la búsqueda de fuerzas leales que le permitieran resistir el golpe, en un infructuoso esfuerzo que no pudo evitar que el 2 de abril el Congreso aprobase su destitución, la que lo forzó a exiliarse en Uruguay el 4 de abril.
A cincuenta años del quiebre institucional, la sociedad brasilera continúa profundamente dividida. Mientras el sábado 22 de marzo los nostálgicos de la dictadura salieron a las calles en una nueva versión de la “Marcha de la Familia con Dios por la Sociedad”, que reunió a cerca de mil personas en un país con más de 200 millones de habitantes, este martes se realizarán diversos eventos en contra de la conmemoración del golpe.
“No existe ningún otro hito en la historia de Brasil que genere una pasión política tan grande como el golpe del 64”, manifiesta Maurício Santoro, asesor de derechos humanos de Amnistía Internacional, sede Río de Janeiro.
Incluso la fecha de conmemoración es materia de disputa, ya que quienes apoyaron el golpe celebran el 31 de marzo, sin embargo, los brasileños que se oponen y se opusieron, las víctimas de una dictadura de más de dos décadas, protestan cada año el 1 de abril.
Una triste herencia
El submarino y el pau de arara son algunos de los métodos de tortura que comenzaron a ser aplicados desde el día del golpe a cerca de cincuenta mil brasileños, considerados “elementos opositores” que debían ser eliminados. Más de una centenar de ellos son hasta el día de hoy detenidos desaparecidos.
Estas prácticas se extendieron durante los años siguientes a las dictaduras cívico-militares que se sucedieron en el Cono Sur, sin ser Chile la excepción. “Existen varios relatos de brasileños que fueron presos en Chile, llevados al Estadio Nacional, que comienzan a distinguir el idioma portugués de parte de los propios torturadores, porque policías y militares brasileños ayudaron a montar aquel aparato represivo. La cooperación internacional no necesariamente es algo positivo, puede en cambio ser algo muy ruin”, reflexiona Santoro.
Alicia Lira, presidenta de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, explica la evidente relación entre la dictadura brasileña y la serie de violaciones a los derechos humanos que comenzó a llevarse a cabo en América del Sur años después. “La implementación y ejecución de los golpes militares en Latinoamérica fue programada por Estados Unidos con el objetivo de impedir el desarrollo de los gobiernos democráticos que se llevaban adelante, que en muchos países poseían programas muy avanzados, acordes a los derechos de las personas. Por eso hubo esta escalada de feroces dictaduras que implementaron el terrorismo de Estado en la forma más terrible”, afirma.
Treinta mil detenidos desaparecidos en Argentina, mil doscientos en Chile, 150 en Uruguay. Ante este panorama, la visión de la sociedad brasileña sobre los crímenes acontecidos en su propia dictadura es bastante desalentadora. A juicio de Maurício Santoro, “lo que acontece en Brasil es muy perverso, porque cuando se hace la comparación con las otras dictaduras de la región la gente tiene una tendencia a menospreciar la violencia aquí acontecida, a hacer un conteo de cadáveres, quién mató más, quién mató menos, eso también entre personas de izquierda”.
Tareas pendientes
A fines de 2011, la presidenta Dilma Rousseff anunció la creación de la primera Comisión Nacional de la Verdad, con el objetivo de investigar las violaciones a los derechos humanos de la dictadura. Pese a haber sido instaurada 26 años después del retorno a la democracia y a no tener ningún efecto punitivo contra los represores y sus cómplices, debido a la ley de Amnistía que los protege, la impresión entre las agrupaciones de familiares de víctimas del terrorismo de Estado fue positiva, con la esperanza de que la investigación permitiese dar un paso hacia la apertura de procesos judiciales.
La mañana de este lunes, la comisión emitió una declaración con el objetivo de homenajear a las víctimas de la dictadura, criticando la falta de colaboración de las instituciones y defendiendo el trabajo de revisión del pasado y la reparación de los crímenes. En un clima de extraña normalidad, poco a poco la prensa, la clase política, las instituciones, comienzan a dar señales de que esta semana no es como las demás.
En el único país del Cono Sur donde no se ha juzgado a ninguno de los represores de la dictadura, donde algunas escuelas continúan enseñando el golpe de Estado como “la revolución”, el diagnóstico es claro: “Brasil está muy atrasado en términos de los esfuerzos de otros países que atravesaron por dictaduras, como Chile, Argentina, Uruguay y Perú”, expone Santoro, para quien la sociedad brasileña “tiene mucho que aprender y pocas cosas que colocar como ejemplo”.
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