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domingo, 18 de octubre de 2015

Rafael Leonidas Trujillo Molina: motivos de la acogida Republicana

Rafael Leonidas Trujillo Molina: motivos de la acogida Republicana
EL AUTOR es sociólogo. Reside en Santo Domingo.


Con el ascenso del general Trujillo al poder en el inicio de la década del 30 del siglo XX se abrirían nuevas posibilidades a la inmigración española en la República Dominicana. Tanto por la vocación de poblamiento con etnias europeas que exhibiría el nuevo régimen (herencia intelectual proveniente de los años fundacionales del Estado dominicano expresada en múltiples iniciativas y leyes, reforzada por enfoques y proyectos impulsados por figuras progresistas como Hostos, Espaillat y Luperón, quien en 1882 gestionó en Europa con la Alianza Israelita Universal y los barones de Rothschild la traída de familias judías para fundar colonias agrícolas). Así como por las circunstancias que se producirían en España, particularmente la Guerra Civil (1936-39) y la derrota de los republicanos por el bando nacional encabezado por el general Franco. Acontecimientos que propiciaron la salida masiva de migrantes hacia América y otros destinos.
Durante la Era de Trujillo se multiplicaron los esfuerzos por atraer emigrantes europeos. Un ejemplo elocuente de esta política poblacional fue la preparación y publicación en varias lenguas del libro Capacidad de la República Dominicana para absorber refugiados. Dos propósitos fundamentales animaron estos proyectos de inmigración: a) el aprovechamiento de suelos fértiles improductivos mediante el fomento de colonias agrícolas, en especial en zonas cercanas a la frontera con Haití; b) el interés de anteponer una corriente de inmigración blanca capaz de balancear la “arrolladora multiplicación del negro”, acelerada por la numerosa presencia de nacionales haitianos y sus descendientes. Al igual que por la masiva introducción de braceros azucareros procedentes de las pequeñas Antillas, denominados genéricamente “cocolos”.
En la política migratoria dominicana, de carácter selectivo, subyacía el interés de multiplicar la población, la cual fue censada en 1935 con un balance de 1 millón 479 mil habitantes y empadronada de nuevo en 1950 con un saldo de 2 millones 135 mil. Conforme a Jesús de Galíndez, la meta demográfica oficial era llevarla a 4 millones en 20 años, objetivo que sólo sería alcanzado en 1970, al registrarse una tasa de crecimiento anual promedio de 3.4% en 35 años. En la clasificación de color que emplearon los empadronadores de 1935, el 71% de los dominicanos figuraba como mulatos, 16% negros, y 13% blancos. Una realidad muy distinta a la que percibían los diplomáticos acreditados en el país o los visitantes extranjeros, quienes veían una masa de población negra mucho mayor que la reportada por las autoridades del Censo. En cambio, en la relación de los extranjeros registrada por los empadronadores, los negros eran 82%, entre los cuales aparecían consignados 52,657 haitianos.
Rafael Leonidas Trujillo Molina.
Rafael Leonidas Trujillo Molina.
Como ha sido documentado ampliamente en ensayos sobre la materia –los más recientes de la pluma de Manuel Núñez, Peña Batlle en la Era de Trujillo (2007); Raymundo González, “Peña Batlle, Historiador Nacional” (2007); Federico Henríquez Gratereaux, Peña Batlle y la dominicanidad (1996); Andrés L. Mateo, Mito y Cultura en la Era de Trujillo (1993); Roberto Cassá,“Historiografía de la República Dominicana” (1993); Juan Daniel Balcácer, El pensamiento de Manuel Arturo Peña Batlle (1988)-, entre los postulados ideológicos que fraguaron figuras intelectuales del régimen de Trujillo, como Manuel Arturo Peña Batlle y Joaquín Balaguer, se impulsó una visión ideal de la identidad dominicana. Arraigada en los aportes hispánicos a nuestra cultura (lengua, religión, arquitectura, usos, costumbres y tradiciones, amén del peso en la cultura política) y en el desdén o simple rechazo a las contribuciones de otras etnias.
Reforzada esta visión por la diferenciación étnica esencial del pueblo dominicano con nuestros vecinos de Haití, de los cuales nos separamos como Estado en 1844. Tal como lo documenta ampliamente la polémica de intelectuales dominicanos con el historiador y etnógrafo haitiano Jean Price-Mars, uno de los ideólogos del movimiento de la negritude. A propósito de su obra La República de Haití y la República Dominicana y su debatida tesis acerca del bovarismo colectivo que afectaría a los dominicanos en su auto percepción étnica, al reivindicar los orígenes hispanos y renegar de los africanos.
Asimismo, encuadrada dicha visión por el nacionalismo expresado en la denominada liberación financiera con la recuperación del control de las aduanas mediante el tratado Trujillo-Hull (1941), el saldo de la deuda externa, la creación del peso dominicano y del Banco Central (1947). Junto a lo cual se situaría la política de dominicanización fronteriza fomentada por el régimen con acciones concretas y mediante una amplia campaña mediática que enroló a los mejores talentos de la prensa que pregonaban sus bondades. Complementado todo ello por el culto a las tradiciones criollas, tan caras a autores como Ramón Emilio Jiménez, Rafael Damirón y Flérida de Nolasco. Y al propio Trujillo, usuario y promotor sistemático del merengue como danza nacional, que gustaba bailar como un ritual esmerado en las frecuentes fiestas de la época.
En este sentido, la ideología de la hispanidad, junto al concepto de valoración racial y la filiación con España –entendida como la Madre Patria- que suelen acompañarle, estuvieron en boga durante la Era de Trujillo. Más después que entre los dos generalísimos (uno por la “Gracia de Dios” y el otro por las artes del demonio) se entablara una estrecha relación afincada en la identidad histórica, el autoritarismo centralista y personalista, el desarrollismo conservador y la comunión católica y anticomunista de la que participaban ambos regímenes. Cuyo clímax sería la visita oficial realizada en 1954 por Trujillo a España para la concertación de múltiples convenios y luego al Vaticano para la firma del Concordato.
Por lo demás, la República Dominicana fue especialmente funcional en las gestiones diplomáticas emprendidas para la admisión de España en la ONU en 1955, condenado el régimen franquista a la exclusión del organismo mundial por razones políticas desde 1946 en la asamblea fundacional de San Francisco de California. En 1950 nuestro país, miembro fundador de la ONU, abogó por la revisión del caso español por parte de la Asamblea General del organismo, lográndose la rescisión de las sanciones ese mismo año, aunque la admisión de España como estado miembro debió esperar cinco años.
Un factor fundamental vinculado a la política internacional, que actuó en paralelo al interés del gobierno dominicano por fomentar nuevos asentamientos poblacionales y de desarrollo agrícola, fueron los dramáticos sucesos representados por la matanza de haitianos en 1937. Esto presionó al régimen de Trujillo a tomar medidas tendientes a mejorar su deteriorada imagen pública en el escenario político y diplomático internacional. En particular ante los Estados Unidos y su administración encabezada por el presidente Franklin D. Roosevelt –cuyo especial interés en Haití se hizo patente siendo subsecretario de Marina y quien visitó Cabo Hatiano como jefe de Estado en julio de 1934, para reunirse con el presidente Stenio Vincent, antes de concretarse la salida de los marines que ocuparon el país desde 1915. Así como también de cara al sistema interamericano estructurado entonces en la Unión Panamericana predecesora de la OEA. Por consiguiente, la política inmigratoria humanitaria –para acoger judíos perseguidos bajo los cánones de limpieza de sangre que preconizaba la Alemania Nazi en expansión como una mancha por Europa y también a los refugiados republicanos españoles ávidos de amparo- le vino como anillo al dedo al dictador caribeño para neutralizar la mala facha exterior provocada por los draconianos sucesos del Corte del 37.
En Santo Domingo, pese a que el grueso de la colonia tradicional española conformada por comerciantes, empresarios de diverso rango, sacerdotes, gente de trabajo –nucleada en torno a la Casa de España, el Centro Español de San Pedro de Macorís y la Cámara Oficial Española de Comercio e Industria- se afilió al bando nacional, no se registraron mayores hostilidades hacia “los rojos” recién llegados desde 1939 y que totalizaron varios miles. Por demás, entre los jóvenes intelectuales dominicanos –incluyendo algunos más maduros- y comprendiendo a simpatizantes del régimen de Trujillo, se había abierto paso una corriente favorable al bando republicano.
Una coalición multicolor que integraba en su seno a una amplia gama de fuerzas políticas, que iba desde republicanos moderados, de izquierda, socialistas, anarcosindicalistas, comunistas, trotskistas, nacionalistas vascos, autonomistas catalanes. Cuya amplitud divergente se convertiría en talón de Aquiles de los gobiernos de la República, corrosivamente minados en el ejercicio legítimo de su autoridad. Factor aprovechado por las fuerzas conservadoras más radicales para provocar la insurrección del Ejército y desatar una de las guerras más sangrientas, que motivó la concurrencia de factores externos de apoyo como la Alemania Nazi y la Italia Fascista, a favor de Franco. La Unión Soviética y las Brigadas Internacionales, al lado de la República.
Presagio de una confrontación de mayores dimensiones que encendería a toda Europa, expandiría su pólvora caliente por el Norte de África y alcanzaría las aguas tranquilas del Pacífico como teatro infernal de guerra. En medio de la cual, el Caudillo por la Gracia de Dios, nadaría hábilmente sin mojarse la ropa. Mientras en el Caribe acogíamos a sus contrarios vencidos. A los hombres ilustres de la España Peregrina.

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