Durante siglos, tiranos, dictadores y bandas de saqueadores “imponían” impuestos con la amenaza de que si no los entregaban les quemaban sus bienes, los golpeaban, los privaban de su libertad o los mataban. El legendario Robin Hood, antes de que lo volvieran bueno los mitos y leyendas, comandaba una banda que obligaba a pagar impuestos por dejar pasar por un bosque, un antecedente de las aduanas.
Miles de indígenas se le unieron al conquistador Hernán Cortés en el camino a la conquista del imperio Azteca, pues los aztecas los mantenían en la miseria por los altos tributos que les obligaban a pagar sin darles algo a cambio. La democracia no es solo elegir a los gobernantes, implica un gobierno limitado y supervisado por otro poder que promulga leyes y le impide crear impuestos sin su aprobación. La función del Poder Legislativo es fungir como contrapeso al Poder Ejecutivo. Cuando el Poder Legislativo no cumple esa función, no se puede hablar de democracia.
En un gobierno verdaderamente democrático la justificación de los impuestos está en su uso para el bien de la sociedad o bien común. Desviar, dilapidar o robarse los impuestos, con o sin el aval del Poder Legislativo o judicial, deslegitima su cobro, los vuelve injustos y los convierte en rapiña, como lo deja claro San Agustín y Santo Tomás de Aquino desde hace varios siglos (ver páginas 156, 157 y 158 del libro Políticas económicas).
Hablar de la obligación de pagar impuestos sin tomar en cuenta su uso es ignorar la esencia de la democracia. Cobro y destino de los impuestos están íntimamente ligados en las verdaderas democracias.
El principal problema de México y de la mayoría de los países Iberoamericanos no es la evasión de impuestos sino su derroche, desvío o robo, ante la complicidad o pasividad de los poderes legislativos y judiciales, a varios de cuyos miembros parece que solo les preocupa obtener cada día una mayor tajada del botín y no limitar, detener y denunciar el despojo de los bienes a ciudadanos a través de impuestos.
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