José Ramon Cossio Díaz
El patrimonialismo es la condición del ejercicio del poder que le hace suponer a su detentador la propiedad de los bienes, servicios y personas asignadas a su cargo. Comúnmente se considera que ello tiene que ver con regímenes monárquicos absolutos o despóticos. Por derecho divino o por mero acto de fuerza, el soberano o el autócrata imponía su voluntad a personas y cosas pues, finalmente, unas y otras le eran propias. Al limitarse las monarquías bajo la bóveda constitucional, se ha supuesto que la condición patrimonial del ejercicio del poder reside sólo en los déspotas, revestidos o no de visos democráticos. Hablar hoy del ejercicio patrimonial del poder parece una reminiscencia, tal vez interesante, pero con pobres capacidades explicativas fuera de la historia. En contra de esta opinión y con sus debidos ajustes, el patrimonialismo sigue siendo un concepto central para explicar algunos de los peores fenómenos de nuestro tiempo.
El funcionario corrupto termina considerando no sólo que es correcto lo que hacen sino, que ello es parte connatural de su quehacer
Si recordamos lo mirado o escuchado en cualquiera de los medios de comunicación en, por ejemplo, el último año, es posible identificar ciertas constantes y, tal vez, hasta ciertos patrones. Uno de ellos podría ser la corrupción más allá de sus posibles modalidades entre políticos, funcionarios púbicos y particulares. Pasemos por alto si el nombre de esas posibilidades es extorsión, cohecho o peculado. Pongamos nuestra atención en la mecánica de las conductas. En cada una de ellas el político o funcionario termina considerando que los bienes, los servicios o las personas que tiene encomendados, son suyos. Por esta razón puede disponer de ellos, apropiárselos o intercambiarlos a fin de recibir sus beneficios directos o sustitutos. Quien de modo grosero toma algo del patrimonio público, lo hace suponiendo que tiene algún derecho sobre él; quien aprovecha un bien público en beneficio propio, lo hace amparado en la misma creencia; quien recibe un porcentaje económico por ajustar una licitación, cree proceder bajo los mismos parámetros.
Lo que subyace a una buena parte de los modos de actuar que finalmente calificamos como corruptos es una cultura en la que los detentadores de los bienes, servicios y personas asignados en razón del cargo público (y desde luego privado, que por ahora no trato), consideran que pueden disponer de ellos de diversas maneras como parte del cargo mismo. Esta condición aplica desde elementos instrumentales como los automóviles o la papelería, hasta elementos sustantivos como el presupuesto, las concesiones o las subastas. En la extendida cultura de la que hablo, el político o el funcionario terminan considerando no sólo que es correcto hacer lo que hacen sino, más aún, que ello es parte connatural de su quehacer. Leyes de transparencia, control presupuestal o auditoría terminan viéndose como lamentables imposiciones de una racionalidad ajena a la que por definición se asume como propia del verdadero ejercicio del poder.
Quien ocupa una posición por efecto de las urnas puede suponer que tiene tanto derecho a la apropiación como lo tuvo un señor feudal
Hay al menos dos razones por las que actualmente el patrimonialismo no se ve. La primera, por su extensión misma. Los políticos o funcionarios de una gran cantidad de países ejecutan cotidianamente acciones de apropiación o, al menos indebido aprovechamiento de los bienes, servicios y personas que tienen encomendados. La normalidad se asume así como realidad. La segunda razón es que al haberse remitido la categoría "patrimonialismo" a los anales de la historia, termina suponiéndose que sólo ahí se encuentra. Éste es tal vez el error más grave. La suposición de propiedad de lo público está tan presente en los regímenes democráticos, como lo estuvo o lo está en los despóticos. Quien ocupa una posición por efecto de las urnas, los concursos o las designaciones, meritorias o no, puede suponer que tiene tanto derecho a la apropiación o al beneficio, como lo tuvo un señor feudal, un encomendero o un califa. El problema no fue y no es de tiempo ni de rango. Es de cultura. Del modo generalizado en que se entiende el ejercicio del poder y se asumen sus beneficios.
José Ramón Cossío D. es ministro de la Suprema Corte de Justicia de México. @JRCossio
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