Por Isidoro Santana
Existe una leyenda de una comunidad urbana en que todos vivían en armonía: los vecinos socializaban y se ayudaban mutuamente; todos cuidaban de que su espacio se mantuviera limpio, en orden y bien cuidado; el cuartel de la policía y el de bomberos, la escuela y el centro de salud garantizaban servicios públicos eficientes. Los edificios lucían bien pintados, los jardines cuidados, las calles pavimentadas, sin basura, se respetaban las reglas del tránsito y todos caminaban tranquilos sin temor a la delincuencia.
Por casualidad, un día a uno de los vecinos, mientras limpiaba las ventanas de su apartamento se le rompió un cristal. Como era fin de semana, pensó dejarlo para repararlo después. Algunos vecinos lo vieron, pero no le reclamaron porque pensaron que estaría muy ocupado y lo resolvería en los días subsiguientes. Al verlo, otro vecino descuidó limpiar el frente de su apartamento. Como el tiempo fue pasando, la gente comenzó a ver como algo normal la ventana rota o el apartamento sucio, y cuando a otro vecino se le rompió una de las suyas, nadie tuvo calidad para llamarle la atención, y con el tiempo ya en el barrio había muchas ventanas rotas, los edificios sin pintar y los jardines descuidados.
Cuando apareció el primer bache en una calle nadie fue a repararlo, y se presentaron descuidos al recoger la basura. Los maestros comenzaron a llegar tarde a la escuela y los policías a descuidar el patrullaje. Comenzaron a aparecer asaltos y muchos vecinos convocaron a reuniones para intentar recuperar lo perdido, pero no concitaron la atención de todos debido a que algunos entendieron que ya no había mucho por hacer, pues se habían roto las normas de convivencia. Algunos que no soportaron la nueva situación comenzaron a abandonar el barrio y las viviendas a perder valor.
La teoría de las ventanas rotas, sobre el contagio de las conductas poco cívicas, se originó en un experimento llevado a cabo por un profesor norteamericano de sicología: primero dejó abandonado un carro, en un barrio pobre de Nueva York. Lo dejó abierto y sin placas en señal de que no tenía doliente, para ver lo que ocurría. Al poco tiempo empezaron a robar sus componentes y después a destrozarlo.
Después hizo lo mismo en un barrio rico de California y los ciudadanos no actuaron igual en sus inicios. Pero tras unos días el profesor dio un primer paso, machacando algunas partes de la carrocería con un martillo, y poco tiempo después el carro estaba tan destrozado y pillado como el del barrio pobre de Nueva York.
Tras su experimento se sucedieron otros que han servido de base a estudios sobre temas como el mal funcionamiento de los servicios públicos, la corrupción, la evasión de impuestos, la delincuencia, el ambiente de confianza, etc.
La teoría de las ventanas muestra que las conductas impropias son contagiosas, a veces con mayor rapidez de lo que creemos. Y que muchos ciudadanos que no se adhieren a ellas, pueden adoptar una actitud pasiva, atemorizarse y dejar de usar el espacio público y de compartir con los demás, excepto con algunos familiares y amigos fiables que les siguen mereciendo confianza.
También ha ayudado a aclarar algunas cosas útiles para las políticas públicas: una que no es la pobreza sino la impunidad lo que generaliza las conductas criminales o corruptas. Otra, que después que se generalizan es complicado arreglarlo; otra es que si no se le buscan remedio a las infracciones pequeñas va a ser difícil corregir las grandes. E incluso da lecciones sobre cómo los actos de nuestra vida privada conducen a situaciones que nos disgustan en lo público: si al comprar un bien te preguntan si quieres la factura sin ITBIS y escoges esa opción, o te haces de la vista gorda al ver que otro evade, no esperes después del Estado mejores hospitales o reclames mejores pensiones.
Esta teoría sirve muy bien para comprender muchas de las cosas que han conducido a la falta de confianza en nuestra sociedad y a que muchos jóvenes prefieran abandonarla. Muy particularmente la incapacidad de nuestras instituciones para castigar lo mal hecho y la escasa sanción moral.
Esa cultura de evadir responsabilidades está tan entronizada que afecta incluso a instituciones que en otras sociedades funcionan razonablemente bien: cada vez que se queda sin castigo un sonado caso de corrupción, aparece libre un reconocido narcotraficante, un hombre mata a su esposa o novia que antes había pedido protección, o sencillamente reincide en un crimen un delincuente común, los ciudadanos reclaman a los jueces, los jueces acusan a los fiscales, los fiscales a los policías y los policías a los jueces, y estos a su vez a las fallas de un código, en un ir y venir en que el gran perdedor es el ciudadano, que no entiende mucho de legalismos sino que paga algo de sus impuestos y espera algo más del Estado.