El cadáver del dictador dominicano dio tumbos durante nueve años hasta acabar en un panteón de Mingorrubio. Por el camino descansó junto a Chopin y Oscar Wilde y cruzó el océano como polizón de un yate que hoy sobrevive como crucero de lujo.
Por Miguel Riaño
El 2 de junio de 1954, miércoles, fue fiesta en España. Los escolares no tuvieron clase y los trabajadores libraron de diez de la mañana a cuatro de la tarde sin perder su salario. Era la manera de dar dimensión a la visita de Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana que llegó a la ría de Vigo aquel día a bordo del buque Antilla, escoltado por más de 100 pesqueros locales. En Madrid, en la Estación del Norte, le esperaba Francisco Franco junto a todo su gobierno. «Los dos generalísimos se abrazaron efusivamente», relató el NO-DO sobre el encuentro.
El aislamiento internacional del régimen concedía a las visitas internacionales un aire de gran acontecimiento, ya fuera Himmler, Eisenhower o Chapitas, el tirano que después retrató Mario Vargas Llosa en La fiesta del Chivo. Decenas de miles de personas asistieron al viaje de Trujillo y Franco desde Chamartín hasta el Palacio de La Moncloa, donde se alojó el dominicano con su familia. Otros tantos les dedicaron ovación en Las Ventas, donde vieron una corrida desigual: triunfó el rejoneador Ángel Peralta, pero los matadores Pedrés y Chicuelo II probaron la enfermería y un espontáneo arruinó la faena de Manuel del Pozo, Rayito hijo, que tomaba la alternativa.
Franco y Trujillo presenciaron también unas maniobras en las que el Ejército español, con 2.000 hombres, simulaba una operación para recuperar el aeródromo de Cuatro Vientos. Los militares regalaron a Trujillo una pistola de 9 milímetros y unos prismáticos. Los dos dictadores también visitaron Toledo y Aranjuez, aunque el gran evento de la semana se produjo en El Pardo.
Franco y Trujillo intercambiaron condecoraciones y abrazos en El Pardo, donde descansarán juntos tras la exhumación del dictador español
Entre abrazos, sonrisas y fiesta general, Franco y Trujillo se intercambiaron condecoraciones y sellaron la hermandad entre España y la República Dominicana. Ya habían pasado 15 años del final de la Guerra Civil y 17 de la matanza de los haitianos, el episodio más revelador del poder férreo y macabro de Trujillo en la isla.
En ese ambiente cómplice, Leónidas se sintió cómodo pero nunca imaginó que, si se asomaba a cualquier ventana del palacio, podía otear el lugar en el que sus restos terminarían yaciendo para siempre: el cementerio de Mingorrubio, junto al embalse, donde dentro de unos días se volverá a reunir con Francisco Franco. Esta vez de forma definitiva y sin efusivo abrazo.
Madrid, purgatorio de dictadores
Trujillo no es el único dictador que descansa en Madrid. La capital también acoge los huesos del genocida croata Ante Pavelic en el cementerio sacramental de San Isidro, donde comparte espacio con el cubano Fulgencio Batista y el venezolano Marcos Pérez Jiménez. El caso de Trujillo, no obstante, es mucho más pintoresco.
Tirano longevo, con la entrada de los años 60 la ‘Era Trujillo’ ya se había convertido en una vergüenza para los Estados Unidos, que dejaron caer al dictador e incluso proporcionaron las armas con las que fue emboscado y asesinado el 30 de mayo de 1961. Mientras viajaba de Santo Domingo a San Cristóbal, ya entrada la noche, fue interceptado por diez hombres que le dispararon 60 balas. Sólo siete impactaron en el cuerpo del dictador, suficientes para acabar con su vida.
Su hijo Ramfis, que vivía en París, se trasladó al Caribe al día siguiente para hacerse con el control de la situación. Le dio tiempo a comandar las batidas que buscaban a los asesinos de su padre, y también a darle sepultura en la cripta de la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, en San Cristóbal, donde Rafael Leónidas Trujillo había reservado doce nichos para él y para su familia.
La huída frustrada en el ‘Angelita’
Era su lugar favorito. Pero duró poco. El 19 de noviembre de 1961 estalla en la República Dominicana la ‘Rebelión de los Pilotos’, que acabaría para siempre con el dominio de la familia en la isla. La noche antes, Ramfis había aprovechado para ejecutar a seis de los conspiradores acusados de la muerte de su padre. Fue su último acto de poder: tan pocas esperanzas tenía de sobrevivir a la revuelta que su acto reflejo fue acudir a la cripta en la que estaba enterrado su padre para exhumar su cadáver, protegerlo de la furia popular y embarcarlo en el buque Angelita rumbo a Cannes.
No llegó a su destino. Entre el pueblo y la prensa se extendió el rumor de que el yate transportaba 90 millones de dólares y lingotes de oro sustraídos del país. Cuando se acercaba a las Islas Canarias, el Angelita fue interceptado y se ordenó su regreso a Santo Domingo. La inspección del barco descubrió el cadáver de Trujillo como polizón, junto a cheques por valor de 24 millones de dólares, dinero en efectivo y las medallas y condecoraciones del Generalísimo, entre ellas la que había recibido en España siete años antes.
Mientras Trujillo descansaba en París, su hijo Ramfis llevó una vida excesiva en Madrid, donde murió en 1969 antes de la segunda exhumación del ‘Chivo’
El cuerpo de Chapitas acabó volando a París y enterrado en el cementerio monumental de Père-Lachaise, donde ocupó un mausoleo de ocho metros cuadrados junto a Oscar Wilde, Chopin, Balzac, Delacroix, Georges Meliés, Marcel Proust o Juan Negrín, entre otros muchos.
Su hijo Ramfis prefirió Madrid. Allí se instaló en los 60, fundó empresas, pilotó aviones y coches deportivos. En diciembre de 1969, conduciendo un Ferrari 330 GT, se chocó de frente con el Jaguar de la duquesa de Alburquerque mientras se dirigía a su casa en La Moraleja. Rechazó recibir tratamiento a sus aparatosas heridas y murió 12 días después.
El glamouroso legado de los Trujillo
La dispersión, no obstante, nunca había sido un plan postmortem viable para la familia que se había reservado una cripta en la iglesia más espectacular de la isla que dominaron con mano de hierro. Y las autoridades parisinas ponían innumerables reparos para ampliar el panteón de los Trujillo en el cementerio urbano de París. La solución: volver a El Pardo.
El cadáver de Rafael Leónidas Trujillo volvió a ser exhumado en 1970 y trasladado al cementerio de Mingorrubio, donde la familia posee un panteón de mármol negro que aún hoy destaca entre las lápidas, más clásicas, del tranquilo cementerio madrileño.
Durante años permaneció prácticamente abandonado, con parte del techo caído, pero actualmente ha recuperado esplendor. A pocos metros se encuentran las lápidas de Carrero Blanco, Arias Navarro, el exministro socialista Francisco Fernández Ordóñez o el expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA.
El legado de los Trujillo vivió más allá de sus cadáveres. Lita, mujer de Ramfis, es un personaje excesivo que sobrevive en los márgenes de las revistas del corazón tras décadas integrada en la jet set de Marbella. Y el Angelita, el yate que intentó trasladar al dictador tras su primera exhumación, sigue dando vueltas por el mundo rebautizado como Sea Cloud y convertido en un crucero de lujo para la National Geographic. Sin cadáveres, ni lingotes.
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