Por: Víctor Diusabá Rojas
En la misma semana, los fantasmas de Francisco Franco y Augusto Pinochet han vuelto de donde habitan. Y en la misma semana se han marchado de nuevo. Quizás intentarán regresar una y otra vez. Porque, como sátrapas que fueron en vida, buscarán que se les siga rindiendo el culto que se empeñaron en eternizar después de largarse viejos e impunes.
Esa obsesión de ambos y de tantos otros tiranos (José Stalin, Adolf Hitler, Rafael Leonidas Trujillo, Idi Amín, Nicolae Ceauce?cu, los Somoza y muchos más) suele sufrir un proceso inverso a la de los grandes hombres. Los tiranos se achican con el paso de los días. Solo crecen sus fortunas mal habidas que heredaron a los suyos.
Franco buscó quedarse a vivir en la España del pasado en el Valle de los Caídos donde obligó a yacer a su lado a miles de víctimas (de sus huestes y también del bando contrario, contra la voluntad de ellas y la de sus familias) de la Guerra Civil Española.
Pero además quiso que lo mismo sucediera con su país. Franco quería que no lo olvidaran. Y que, aparte, España se mantuviera atrapada en el tiempo, convertida en una momia como él. Está visto que fracasó. Es el simple curso de la vida. El mundo siempre tira para adelante, mientras hay quienes solo terminan siendo símbolo del oprobio que fueron o que son.
En ese sentido, el hecho de que Francisco Franco ya no esté más en su obseso mausoleo es algo más que una exhumación a la que acudieron, con todo derecho, su familia, unos cuantos centenares de nostálgicos de la dictadura y, no podía faltar, el golpista profesional Antonio Tejero ¿Lo recuerdan? Muy valiente el tipo en las Cortes, claro, pistola en mano.
Y es más que una exhumación, porque es evidente que esta España es muy diferente a la que él pretendió imponer, con nulo respeto por los derechos humanos de millones de compatriotas. España, es desde hace rato, una sociedad no confesional, plural y abierta al debate. Incluso, con la participación de sectores que, también con todo derecho, se proclaman franquistas. Es la democracia.
Igual pasa en Chile con ese otro fantasma, Augusto Pinochet, tan golpista como Franco. A propósito, encuentro una fotografía suya en el sepelio de este, en Madrid, en 1975. Está Pinochet -asaltante del Palacio de la Moneda dos años atrás, en el 73- envuelto en una capa que lo hace ver más tenebroso que su vecina de puesto, Imelda Marcos.
Sigo con Pinochet en el Chile de hoy. En medio de la actual ebullición social en esa nación, Pinochet no es sino pasado puro. Las masas que él mismo quiso aplastar están en las calles. Pero no solo las de la Unidad Popular. Es un pueblo entero que, como un solo hombre, sin diferencias ideológicas y de clase, se ha atrevido a preguntar por el destino que le ha trazado esa clase dirigente encapsulada en sus privilegios y que solo se alimenta de indicadores económicos que dicen mucho y no dicen nada.
Pero nadie invoca allí a Pinochet. El presidente Sebastián Piñera dijo que Chile estaba en guerra y quien lo desmintió fue uno de sus generales, Javier Iturriaga: “Soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
Sí, hay vandalismo de parte de esos pescadores de siempre en río revuelto. Ya están siendo desenmascarados por la gente y aislados. Y, del otro lado, hay excesos del Ejército que deben parar. Pero decir que lo de Chile es nada más consecuencia de infiltración de otro sátrapa (Nicolás Maduro y su camarilla) es miopía.
Y es negar una realidad que parte de la iniquidad y que debe abrir paso al sentido común, a la dignidad y a un nuevo contrato social, ese mismo que reclaman a gritos los chilenos. Negarlo, insisto, es creer que Pinochet y Franco siguen vigentes, cuando no son más que fantasmas que ya no asustan.
Sigue en Twitter @VictorDiusabaR
Esa obsesión de ambos y de tantos otros tiranos (José Stalin, Adolf Hitler, Rafael Leonidas Trujillo, Idi Amín, Nicolae Ceauce?cu, los Somoza y muchos más) suele sufrir un proceso inverso a la de los grandes hombres. Los tiranos se achican con el paso de los días. Solo crecen sus fortunas mal habidas que heredaron a los suyos.
Franco buscó quedarse a vivir en la España del pasado en el Valle de los Caídos donde obligó a yacer a su lado a miles de víctimas (de sus huestes y también del bando contrario, contra la voluntad de ellas y la de sus familias) de la Guerra Civil Española.
Pero además quiso que lo mismo sucediera con su país. Franco quería que no lo olvidaran. Y que, aparte, España se mantuviera atrapada en el tiempo, convertida en una momia como él. Está visto que fracasó. Es el simple curso de la vida. El mundo siempre tira para adelante, mientras hay quienes solo terminan siendo símbolo del oprobio que fueron o que son.
En ese sentido, el hecho de que Francisco Franco ya no esté más en su obseso mausoleo es algo más que una exhumación a la que acudieron, con todo derecho, su familia, unos cuantos centenares de nostálgicos de la dictadura y, no podía faltar, el golpista profesional Antonio Tejero ¿Lo recuerdan? Muy valiente el tipo en las Cortes, claro, pistola en mano.
Y es más que una exhumación, porque es evidente que esta España es muy diferente a la que él pretendió imponer, con nulo respeto por los derechos humanos de millones de compatriotas. España, es desde hace rato, una sociedad no confesional, plural y abierta al debate. Incluso, con la participación de sectores que, también con todo derecho, se proclaman franquistas. Es la democracia.
Igual pasa en Chile con ese otro fantasma, Augusto Pinochet, tan golpista como Franco. A propósito, encuentro una fotografía suya en el sepelio de este, en Madrid, en 1975. Está Pinochet -asaltante del Palacio de la Moneda dos años atrás, en el 73- envuelto en una capa que lo hace ver más tenebroso que su vecina de puesto, Imelda Marcos.
Sigo con Pinochet en el Chile de hoy. En medio de la actual ebullición social en esa nación, Pinochet no es sino pasado puro. Las masas que él mismo quiso aplastar están en las calles. Pero no solo las de la Unidad Popular. Es un pueblo entero que, como un solo hombre, sin diferencias ideológicas y de clase, se ha atrevido a preguntar por el destino que le ha trazado esa clase dirigente encapsulada en sus privilegios y que solo se alimenta de indicadores económicos que dicen mucho y no dicen nada.
Pero nadie invoca allí a Pinochet. El presidente Sebastián Piñera dijo que Chile estaba en guerra y quien lo desmintió fue uno de sus generales, Javier Iturriaga: “Soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
Sí, hay vandalismo de parte de esos pescadores de siempre en río revuelto. Ya están siendo desenmascarados por la gente y aislados. Y, del otro lado, hay excesos del Ejército que deben parar. Pero decir que lo de Chile es nada más consecuencia de infiltración de otro sátrapa (Nicolás Maduro y su camarilla) es miopía.
Y es negar una realidad que parte de la iniquidad y que debe abrir paso al sentido común, a la dignidad y a un nuevo contrato social, ese mismo que reclaman a gritos los chilenos. Negarlo, insisto, es creer que Pinochet y Franco siguen vigentes, cuando no son más que fantasmas que ya no asustan.
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