Adriano Miguel Tejada
Editorial Diario Libre.
El problema de la función jurisdiccional en la República Dominicana es que todo el mundo se cree el papá de esa función, es decir, alguien autorizado a llamarle la atención y darle su “pela” cuando “se pasa de la raya”.
Así, los senadores y diputados en los pueblos piensan que los jueces les deben sus posiciones, o que estos tienen miedo de ser destituidos por un chisme político.
Los líderes políticos se sienten en libertad de usar los mecanismos institucionales para someter a los jueces a la obediencia cuando se trata de casos que les interesan, y desde el Gobierno (de todos los gobiernos) se ejercen presiones de todo tipo, desde una llamada por teléfono, el “consejo” de un relacionado, quitar la escolta al juez, o hacerle saber el disgusto que provocan sus decisiones o su actitud, como si se tratara de un sujeto subordinado a los caprichos o intereses del gobierno de turno.
Esta actitud prepotente no distingue jerarquía: la han sufrido jueces de todas las jurisdicciones, de la más alta a la más baja, ante la cual los magistrados optan por callar y solo la refieren en eventos como las vistas del Consejo Nacional de la Magistratura.
De más está decir, que esta actitud hacia la Justicia explica gran parte de las carencias institucionales de nuestro país, pues en las naciones con alto grado de institucionalidad, los políticos les tienen miedo a los jueces, pero en países como el nuestro, los jueces les tienen miedo a los políticos y es que como ha dicho Baldwin: “La ignorancia aliada con el poder es el enemigo más fiero que la justicia puede tener”.
La capacidad del hombre para la justicia hace posible la democracia, como ha sentenciado Reinhold Niebuhr.
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