José Rafael Lantigua
Fue un miércoles sombrío. La mañana de aquel día, 31 de mayo, había crecido con un aire frío, como de nostalgia, un silencio de comarca en trance de dolor y una brisa necia que hacía bambolear los espíritus.
Extrañamente, a media mañana, los escolares habían sido despedidos a sus casas con la excusa de que se realizaría una reunión de profesores con el Inspector de Educación, un funcionario regional que solía visitar con frecuencia las escuelas para llamar la atención sobre su funcionamiento y eficiencia.
Sobre el mediodía, el sol había ido palideciendo y cualquier avezado en cuestiones del espíritu pudiese haber oteado claramente un presagio de muerte y asombro en el ambiente incógnito de aquel día triste. Al iniciarse la tarde, sobre las dos pm, el aire frío de la mañana se había consustanciado con un cielo encapotado y sereno del que germinaría, pocas horas más tarde, una llovizna ligera.
Aquellos que, a causa de acontecimientos funestos de los últimos meses, habían estado a la caza de signos trágicos, comenzaron pasado el mediodía a percibir la presencia de un prenuncio raro y, de inmediato, se arremolinaron sobre las más variada conjeturas, expresadas en susurros, en la soledad de las alcobas. Para dar solidez al presagio, al rumor y a la duda, alguien había observado la ocurrencia de aprestos militares y una bandera colocada a media asta en la fortaleza local.
El día anterior, martes de mayo que el santoral dedicaba a san Fernando, Rey de España, quien junto a su esposa Isabel tenía dedicada una de las principales vías capitalinas, la de los Reyes Católicos, la jornada había comenzado de manera aparentemente normal para el baladrón que había regido los destinos del país por poco más de treinta años. El Generalísimo se había levantado, como de costumbre, a las cinco de la mañana. En pocos segundos se había introducido al baño ribeteado de oro en sus marcos, para iniciar un proceso que le tomaba cerca de una hora, en que se aseaba y maquillaba su rostro con cremas blanqueadoras, con cuidado y meticulosidad propia de un príncipe medieval. En bata de casa, se sentaría luego para leer rápidamente El Caribe, sobre todo su columna preferida, Foro Público, sorber un café, prepararse para vestirse de civil y partir hacia su despacho palaciego. Ya no era el presidente, pero eso no importaba.
El teniendo Amado García Guerrero, que fungía de ayudante ese día en la mansión ejecutiva, se aprestó, no sin antes hacer el saludo de rigor a su Comandante en Jefe, a abrir la portezuela del automóvil que conduciría al Benefactor hacia su destino. Posteriormente, ese mismo día, sobre las diez de la noche, García Guerrero prepararía el terreno para que el Generalísimo acudiese a otro destino, al definitivo, a uno del que ya no podría regresar jamás a su habitual faena de perdonavidas.
Cuando el Oldsmobile de Antonio de la Maza, capitaneado al volante por Antonio Imbert Barrera, avanzó sobre la oscuridad y el silencio de la noche de aquel martes crucial por la entonces nueva carretera hacia San Cristóbal, la mayoría de los dominicanos, cuyas capas sociales estaban a ese momento divididas entre una pelonería inmensa que arropaba a tres cuartas partes de la masa poblacional, y una limitada cuarta parte con una riqueza mediatizada, ya que riqueza sólida y demostrable sólo la tenía el Generalísimo y su cohorte pecaminosa, ignoraba que a esa hora –diez menos quince minutos- se estaba escribiendo el epitafio de una Era.
Todavía, más de quince horas después de que el mocano de la Maza colocara un disparo de gracia a la cabeza del cuerpo del Generalísimo, ya agujereado con diecisiete impactos de bala, y de que con su verbo incivil y maldiciente le increpara al cadáver fresco aún la frase que cierra un ciclo clave de la historia nacional: “¡Hijo e’puta, se te acabó tu hora...Ya este guaraguao no matará más pollitos!”, los dominicanos ignoraban la tragedia y el drama consecuente vivido por los conjurados en aquella cita decisiva y decisoria.
El miércoles 31, sobre las tres de la tarde –la brisa fría inquietante y necia, el cielo nublado, horas plomizas anunciando lluvia, sensación de hastío, inseguridad y duelo, tarde gris por la que corría presurosa una plática magullada de incertidumbres- la radio, de pronto, irrumpió para anunciar el “asesinato vil” del Benefactor de la Patria, la muerte del Generalísimo, un ser incorrupto, sempiterno y divino que muchos creían definitivamente –a un nivel de que seguirían dudando por meses y quizá por años, su muerte real- hecho para la inmortalidad.
Un amigo de nuestro hogar, arrojado oposicionista que más de una vez se había aventurado a forjar acciones clandestinas de resistencia, llegó presuroso a la casa (la lluvia ya cayendo a raudales, todos recogidos en la comarca, por la lluvia, por el duelo y por las dudas) y sin mediar palabras se abalanzó sobre el viejo cuadro del Generalísimo y su hermano –bicornios, plumajes y medallas sobredimensionando los penachos de la egolatría- y lo lanzó junto a una palabrota, hasta caer, hecho añicos, en una de las habitaciones de mi casa. Mucho tiempo después -al momento no pudieron entender el gesto mis escasos once años- alcanzaría a comprender que, en ese justo momento, concluía, sin dudas, la Era de Trujillo.
Empero, la Era de Trujillo no terminó aquella noche del 30 de mayo de 1961. Tardarían casi seis meses para que se produjera el desenlace definitivo, cuando Ramfis Trujillo con su figurín de “promesa fecunda”, huyó en el yate Presidente Trujillo el 19 de noviembre, mientras enviaba el cadáver de su padre, 52 archivos, lingotes de oro y alrededor de 30 millones de dólares en cheques y efectivo, en el yate Angelita. “La Era de Trujillo ha terminado”, comunicaría al país el presidente Joaquín Balaguer. Era el único de todos los servidores del gobierno de Trujillo que podía arribar a una meta no prevista apenas siete u ocho meses antes, y que ahora le tocaba elaborar un discurso post mortem en medio de la algazara popular y los ruidos centelleantes de una oposición nutrida de victorias. Yo había cumplido ya los doce años y estaba en medio de la multitud que celebraba en mi pueblo, en la madrugada de aquel 19 de noviembre, la salida de los Trujillo y la insubordinación desde la Base Aérea de Santiago de los Caballeros del general Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría. La gente se lanzó a las calles, a diferencia de cuando se conoció la muerte del dictador el 31 de mayo, porque la Unión Cívica Nacional, la agrupación política 14 de junio y el Partido Revolucionario Dominicano, habían ido creando conciencia sobre lo que significó la Era de Trujillo y sobre la necesidad de encauzar el país por nuevos rumbos sin la presencia del heredero, sus tíos, parientes y pegotes y, poco más tarde, también sin Joaquín Balaguer. Habría Navidad con Libertad, como Unión Cívica lo dijo.
Treinta y un años después, el Balaguer de verbo florido que había presentado al Jefe en las tribunas y que luego lo había consagrado en los podios de la campaña de sostenimiento del régimen, despediría con memorable panegírico los restos de su “querido Jefe”. Ahora, seis meses después del suceso que inició el proceso de extinción gradual del régimen, Balaguer estaba frente a las cámaras de televisión anunciando el final de la Era. “El momento no es oportuno –proclamaba en aquel noviembre- para responsabilizar a nadie, ni para someter al escrutinio público las faltas irreparables que han dado lugar al desplome definitivo de la dictadura...no es hora de rendición de cuentas sino de liquidación de lo que ya no puede sostenerse...todas las demás providencias para la liquidación del absolutismo están siendo ejecutadas sin demora”. Parecía el discurso de un auditor de la oposición o de un integrante honorable y valeroso de la resistencia. El presidente trujillista se encargaría de inmediato de clausurar el Partido Dominicano, de eliminar el uso de la “palmita”, de suprimir el descuento que se hacía a los servidores públicos, de ordenar la desaparición de los “paleros”, de derrumbar bustos y estatuas ecuestres que glorificaban al dictador y a sus familiares, de reasignar el nombre de Santo Domingo a Ciudad Trujillo y de purgar a las Fuerzas Armadas de “muchos elementos que la oposición consideraba indeseables”.
Mayo parió aquel noviembre. Hace sesenta años. Comenzaría una historia nueva en esquemas de conducta y en postulaciones sociopolíticas. Aunque era apenas el preludio de costosas sorpresas que le sobrevendrían bruscamente al país dominicano en el futuro más inmediato.
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